Antonio Morales es así: un juego de espejos que lo reproducen infinitamente, y en todos es el que manda. Y no va a cambiar. Acostumbrado a gobernar un pequeño municipio con mayoría absoluta durante más de veinte años no sabe ni quiere, tal vez ni puede, cogobernar en el Cabildo de Gran Canaria. A lo máximo a lo que se puede aspirar, en el caso de Morales, es a una coexistencia más o menos pacífica, jamás a compartir un gobierno. Morales solo tolera socios bajo dos circunstancias: que no le pidan la luna, es decir, áreas de gestión que considera propias por sus sagradas gónadas, y que se atrevan a mostrar cualquier disconformidad. Hasta ahí podríamos llegar. Ángel Víctor Torres lo sufrió como vicepresidente en el mandato anterior empleando una paciencia inacabable y rehuyendo meticulosamente cualquier protagonismo. Pero no conviene confundir esa radical incapacidad para metabolizar normalmente un pacto de gobierno con la renuncia a la marrullería política: Morales se apoyó durante más de la mitad de su primer mandato en dos tránsfugas -procedentes de Podemos- a los que mostró una invariable mimosería.

El pasado mayo, sin embargo, ocurrió algo inesperado. Siempre se me antojó inverosímil que el liderazgo institucional de Morales se hiciera pasar por un potente liderazgo político y social. Al frente de la candidatura de NC Morales estuvo en 2015 muy lejos de la mayoría absoluta y en el pasado mayo perdió unos 10.000 votos: ni siquiera fue capaz de conservar los consejeros obtenidos cuatro años atrás. La mayoría de los grancanarios no comparten la visión política -sea la que sea- de Antonio Morales sobre el presente y, sobre todo, sobre el futuro de la Isla. El presidente lo sabe perfectamente o lo intuye lo suficiente -su agenda política es rechazada o deja indiferente a más de la mitad del electorado y, en particular, no seduce en especial a las clases medias urbanas- y por eso acudió desde su primer día en el despacho al insularismo como instrumento propagandístico. Le veía muy bien, porque el enemigo no solo era tinerfeño -para nada molestaba al poder empresarial grancanario- sino también era clavijianamente de derechas, es decir, doblemente perverso. No le funcionó porque en Gran Canaria ocurrió lo que en casi todas partes: una pujante recuperación electoral del PSOE, que lo igualó en consejeros y se quedó a menos de 5.000 papeletas de alcanzarlo.

Luis Ibarra estaba dispuesto a apartar a NC del poder insular, pero no a soportar las humillaciones de Morales como vicepresidente demediado. Obedientemente -y sin duda con ganas- regresó a la Autoridad Portuaria. Morales -está en su naturaleza- no podía evitarlo: le llamó solapadamente cobardica y esquinado. Por supuesto, el PSOE ha reaccionado con irritación mal contenida. No se trata de una trifulca superficial, sino de un síntoma que presagia follones, tensiones e inestabilidad en el Cabildo grancanario. No es Miguel Ángel Pérez quien se esconde tras el presidente Torres para replicar a Morales. Es Morales quien se esconde entre los tobillos de Román Rodríguez para provocar y marcar territorio. Más exactamente se oculta bajo la mesa del Consejo de Gobierno, porque cree que callará y amilanará al PSOE con la amenaza de poner una bomba lapa en el pacto que sostiene a Torres y su Ejecutivo. O resignación, obediencia y silencio o fumiga con ántrax el pacto de las flores.