Cuando hablamos de concentración de poder, la primera idea que se nos viene a la cabeza es el dinero, es decir, el instrumento que rige las relaciones entre las personas y la sociedad. Pero aquel no solo atiende a cuestiones económicas, sino que representa la posibilidad de tomar decisiones que tengan consecuencias tan nefastas como el asesinato, la demolición de edificios históricos, el bombardeo de hospitales, la construcción de muros que separen a grupos de población y la negación de derechos básicos de carácter universal, entre otros ejemplos.

En muchas ocasiones, esta forma natural de dominio está relacionada con la cleptocracia, término que alude a su establecimiento en base a un método de institucionalización de la corrupción, que afecta a todos los estratos del Estado. Esto incluye la utilización del dinero público con fines privados y la desvirtuación total de todos los resortes gubernamentales, con lo cual afecta desde la Justicia hasta el propio sistema económico. El efecto final es la creación de grandes fortunas por parte de los gobernantes, que accedieron o no de forma violenta a ese cargo. De este modo, citamos los casos de Alberto Fujimori, en Perú, elegido democráticamente y convertido más tarde en un dictador; Kim Jong-un, en Corea del Norte, concentrando millones de dólares, mientras pide ayuda a la ONU para paliar el hambre de su país; y Suharto, en Indonesia, el dictador más corrupto de la historia, con crímenes de por medio.

Todos han recurrido a la autocracia, que no es más que la concentración de ese poder en una sola persona, gobernando sin limitaciones y con la autoridad implícita para promulgar y modificar leyes. Esto enlaza directamente con lo sucedido en la selva amazónica, que durante semanas ha sido pasto de las llamas, producto de un proceso de destrucción premeditado desde sus esferas políticas y con fines totalmente económicos. Brasil es otro de esos países sacudidos históricamente por la cleptocracia debido a la importancia de sus recursos naturales; estos han sido utilizados por políticos, militares y empresarios para su enriquecimiento, auspiciados también por el apoyo de gobiernos extranjeros, que necesitan de esa forma de proceder para que sus empresas transnacionales acaparen su explotación a cambio de grandes sumas de dinero.

En esa parte del mundo, todo se compra, desde el derecho a respirar hasta el de decidir. La selva amazónica, convertida en el pulmón de un planeta abocado a la contaminación, constituye un vasto espacio, codiciado por quienes pretenden deforestarlo. Lo que se pretende es aumentar el territorio dedicado a los pastos para el ganado vacuno, una de las principales fuentes de riqueza por su consumo interno y su exportación, así como concentrar paralelamente la tierra en pocas manos. Esa oligarquía terrateniente es la que, a su vez, ejerce la política nacional, con lo cual no solo actúa impunemente para conseguir ese objetivo, sino que quienes mandan en el país, participan en ese proceso.

De nuevo, se ejerce la privatización de lo público porque quien tiene algo de autoridad, asume que la puede hacer con todo tipo de garantías y sin que nadie la cuestione, ya que todo está corrupto, lo cual implica que el nivel de denuncias internas es escaso. Lo peor es que unas pocas personas deciden qué hacer con los bienes comunes, sin importarles las medidas que tomen, porque dominan los mecanismos para reprimir cualquier oposición. Por eso, es tan fácil incendiar ese bosque.

Luego, el beneficio económico que se obtiene acabará en paraísos fiscales del primer mundo, con lo cual muchas entidades bancarias están interesadas en la pervivencia de la corrupción, o se utilizará para un nivel de ostentación público contrario al sufrimiento de la población sometida. La cleptocracia abarca toda la pirámide de poder y solo así se forman las fortunas, desviándose incluso fondos del Banco Mundial, destinados al desarrollo nacional y que acaban patrimonializados, como un bosque.

*Licenciado en Geografía e Historia