Ahora mismo, en algún punto recóndito de África, una persona sabe que será asesinada. A nadie le importa. Es otro de esos rostros anónimos, que tiempo después, si tiene suerte, constará en el informe de alguna organización no gubernamental en forma de una estúpida estadística, que indica el nivel de violencia que se desarrolla sobre un país en cuestión. Solo será un número, expresando lo poco que vale la vida en muchos territorios donde impera la violencia y el terror como herramientas para someter a la población contra su voluntad.

Luego, esa estadística se convertirá en un documento para que intelectuales y políticos del primer mundo diserten y reflexionen sobre su preocupación por esa realidad, tan lejana como ajena. Bajo su falsedad, seguirán proponiendo programas de intervención directa para ayudar a los Estados menos desarrollados, en aras de la instauración de la democracia en ellos. Pero nadie sabrá nunca el nombre de esa persona ni tampoco tendrá interés en saberlo porque es algo aburrido. Si en su lugar el asesinado fuese algún jugador famoso de fútbol, siempre y cuando pertenezca a ese primer mundo, el hecho acabaría convirtiéndose en portada de los medios de comunicación y en un asunto nacional. Incluso, justificaría la intervención armada contra quienes hubiesen practicado ese acto, considerado como un atentado contra los valores y libertades occidentales.

En ese lugar recóndito, transformado en un estercolero humano, había una pequeña habitación, donde un hombre permanecía arrodillado en el suelo, la metáfora de un árbol a punto de caer, sobre el cual se había ensañado un leñador. La cara ensangrentada y los ojos casi cerrados de las continuas palizas que había sufrido determinaban cuál sería su destino. No da igual quién era: tenía un nombre, una familia y unos derechos, pero nada de eso importa para nosotros porque su asesinato no genera ni dinero ni audiencia ni consumo ni rentabilidad al producto interior bruto.

Quizás, ese mismo día, un domingo cualquiera y como otros anteriores, muchas de las estrellas de fútbol, elevadas a la categoría de dioses del Olimpo, harían gala de sus portentosas virtudes con un balón. Ellas representan los poderes económicos e incluso políticos que controlan la sociedad en forma de marcas comerciales, logotipos y banderas. Los millones de euros que se mueven en cada partido determinan su peso en oro dentro de la economía de un país, con lo cual tanto esos medios como la información quedan supeditados a las empresas que han invertido su capital y que buscan rentabilizarlo a toda costa. Al mismo tiempo, se convierten en el espejo en el que se refleja mayoritariamente la población masculina, abocada a ensalzar a jugadores a los que idolatran e imitan dentro de su condición de clase social media-baja.

Está claro que un balón tiene más valor que un charco de sangre; que un gol de Messi provoca un inmenso estado de felicidad entre los seguidores de su equipo, mientras que el asesinato de una persona en un conflicto armado es algo banal y que su desdicha no se comparte; que cualquier adolescente puede repetir sistemáticamente la alineación de diversos equipos de fútbol, pero no es capaz de señalar en un mapa qué territorios de África están en guerra ni menos decir el nombre de uno de sus dictadores; y que un simple partido puede paralizar medio mundo y cambiar rutinas personales y familiares, sin invertir ese mismo esfuerzo en luchar por mejoras sociales, las más básicas de las cuales carecen los habitantes de Gaza y Yemen, silenciados a conciencia.

Al final, el torturador, un joven de apenas quince años, viste una camisa andrajosa de un conocido equipo español. Es su símbolo distintivo respecto al grupo de jóvenes que lidera, y le da alas suficientes para seguir golpeando. Un día de estos, una de esas estrellas visitará ese lugar, regalará camisetas de su equipo y se fotografiará en actitud altruista. Uno de los afortunados será mañana un asesino que le dio la mano a un dios.

*Licenciado en Geografía e Historia