Tía Concha La Viuda tenía su apellido, como cualquiera de nosotros, pero nunca lo supe. Todo el mundo se refería a ella de ese modo. Y, con el tiempo, ya nadie se acordó en casa de cómo se llamaba en realidad.

Era mi tía bisabuela, hermana de una de mis bisabuelas maternas. Se llamaba Concepción, claro, y era -ya lo habrán adivinado- viudísima. Qué digo viudísima: viudérrima.

Los que acuñaron el apelativo viuda de España para la Pantoja no conocían a Tía Concha La Viuda, que defendió su título allende los mares, puesto que fue, también, viuda en Venezuela.

La cosa es que Tía Concha La Viuda me quería muchísimo más de lo que se debe querer a los sobrinos bisnietos. Me quería como quería a mi abuela, su sobrina preferida, y a mi madre, su sobrina nieta más cercana. Así que no era mérito mío en absoluto. Era un querer heredado, que me venía por vía matrilineal, como me vino años más tarde la sordera, de modo que yo no había hecho nada para merecerlo, ni podía evitarlo.

Y ella me lo demostraba con una profusión de regalos que la convertía, a mis ojos, en un ser mágico de pechos blancos, generosos y temblones que le asomaban por entre el sujetador y el falso cuando se sacaba de ellos el pañuelito con el que se enjugaba las lágrimas que eran un manantial, a veces, y otras como un chipichipi que hacía que sus presentes estuvieran siempre mojados.

Calcetines de perlé mojados, billetes de cien pesetas mojados, camisillas de hilo -silenciosas asesinas que dejaban la barriguilla y los costados llenos de rozaduras- mojadas.

Sus ojos, velados ya por las cataratas, tenían un fondo de color azul marino que nunca supe si era real o me lo parecía, porque estaban siempre húmedos y a mí me asustaba, cuando me sentaba en su regazo, asomarme a ellos.

Tía Concha La Viuda olía a talco bueno y a jabón bueno. A sabanas lavadas en la piedra y puestas a orear en la azotea. Olía a otros tiempos y olía, sobre todo, como pensaba yo entonces que debían oler las lágrimas.

Vestía de negro, por supuesto. Ropa, zapatos, medias... que en contraste con su piel finísima, la más delicada que yo nunca haya visto, la hacían parecer irreal. El hada oronda y triste que premia a las niñas que se portan bien en el cole.

Yo no protestaba demasiado por las rozaduras que me hacía el perlé, ni siquiera en verano, porque me producía una enorme tristeza su llanto perenne y no quería hacerle un feo. Pensaba que asumir su súbita y reciente viudedad, por la que tanto lloraba, no debía ser fácil. ¿Cómo iba a dejar de usar esa ropa interior por más alergia que me causara?

Hasta que un día, curiosa como soy, le pregunté a mi madre por el fallecido consorte de Tía Concha La Viuda, de qué había muerto y por qué yo no me acordaba del funeral, ni de que en casa hubiera habido duelo.

Con cara circunspecta me contestó: "¿Cómo te vas a acordar, por más memoria que tengas, si Tía Concha La Viuda es viuda desde hace treinta años?"

No sé si fue el enfado o la decepción pero, desde ese momento, guardé religiosamente en una gaveta las camisillas y bragas matarifes que me iba regalando y fui haciéndome una colección ignominiosa con el perlé de Tía Concha La Viuda.

Y así como me dejé estrangular vilmente los tobillos por aquellos calcetines, solo por pena de la pena de Tía Concha La Viuda, me dejo hoy estrangular el alma por el dolor del prójimo, sea cual sea su origen. De manera que un día, como no cambie, esta maldita empatía acabará conmigo.