Con frecuencia leo y oigo decir que mi ciudad natal languidece. Que ha renegado del mar porque vive de espaldas a él.

Que el barrio de mi infancia, donde vi por primera vez El mono borracho en el ojo del tigre y se me declaró el vecino de nombre exótico y salí corriendo del cine como alma que lleva el diablo, se desmorona sin que nadie pueda impedirlo.

Leo y oigo que otras ciudades le han ganado la partida, en esa pugna eterna y absurda que nos mantiene vivos a los de esta tierra y que antaño hacía que nos creyéramos parte de una secta elegida, que en el fondo es eso lo que nos une a los paisanos. Ese reconocerse en un acento casi calcado al tuyo. Ese saber rincones que la gente de otras ciudades cercanas no conoce. Todos esos detalles que, cuando una se abre al mundo, entiende que no importaban nada porque ocurren en todas partes.

Oigo esas cosas y ya no me duele. Porque sé, por experiencia, que es verdad y es mentira, en la medida en que cada habitante lleva dentro una ciudad distinta.

No me duele a pesar de la historia de amor, irracional y tóxica, que viví con mi ciudad natal durante la primera mitad de mi vida.

Ni ella ni yo somos mejores ni peores que entonces. Sucede, simplemente, que esa ciudad ya no es mía. Ya no la amo de esa manera loca que se ama cuando una aún no ha tenido demasiadas relaciones.

He sido capaz de dejarla dos veces. La primera, con un dolor insoportable, a pesar de que me iba muy cerca. Hacer esa mudanza, contra mi voluntad, me hizo sentir desamparada, como una imagina que se debe sentir un árbol cuando lo arrancan de raíz. La segunda, más serena, encontrando una absurda tranquilidad en la idea de que aunque una se vaya de la isla, la isla no se va de una.

El relato que recuerdo de mi ciudad natal es una historia antigua, seguramente embellecida por el tiempo, de vecinos que iban juntos de excursión los sábados y se llamaban tocando a las puertas de madrugada si sucedía algo.

De niños que jugaban en la plaza y vecinas que eran tu guardería y tu salvavidas cuando tu madre no estaba.

De jornadas eternas de puertas abiertas donde la gente entraba y salía de las casas como de la iglesia, llevando y trayendo cosas, en un trasiego interminable.

De cines que ponían la misma película cinco domingos seguidos y dejaban entrar a los adolescentes a cualquier sesión, sin atender a calificaciones ni a rombos.

De terrazas alineadas frente a la costa donde una, con suerte, conocía al amor de su vida aunque tardara veinte años en volver a verlo.

Ayer estuve en mi ciudad natal. Me senté a esperar a un amigo en un callejón que transitaba antaño, casi a diario, en un pasado lejanísimo ya.

Veinte años atrás, sentada en el mismo sitio, me tomaba la penúltima después de un largo día en el periódico porque, claro, ir directa a casa no era una opción. Ya podía ser lunes. Ahora caen dos refrescos y unos millos y no hay quien me obligue a permanecer en mi ciudad natal cuando anochece. Llámenlo nostalgia.

También viví su noche largamente y me inventé, durante un mes completo, que todos los días era mi cumpleaños para no tener que dejar de celebrar la vida.

Seguramente la frase más certera que ha escrito Sabina es esa que dice que "al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver". Yo vuelvo siempre y siempre que vuelvo regreso con el corazón un poco más helado. Porque quienes me enseñaron a amar esa ciudad de manera irracional ya no están vivos. Porque ahora vivo en una ciudad enorme con la que mantengo una relación superficial, con la que no quiero vincularme emocionalmente por si un día, quién sabe, me deja o la abandono.