Los ejércitos han constituido siempre el brazo ejecutor de quienes están en el poder, tanto de forma legal como ilegal. La premisa que rige su funcionamiento es que contribuyen a la defensa de un Estado frente a posibles ataques externos, con lo cual garantizan la seguridad de sus ciudadanos y la pervivencia de la democracia. No obstante, también son el sustento de los Gobiernos autoritarios, amparando a quienes instauran regímenes en los que se establece el terror, la delación y violencia interna como elementos de forzada cohesión social en torno al líder.

Hace unos días, mantuve una conversación con un chico de unos veinticuatro años. Sin venir a cuenta, salió el tema de la insumisión y la objeción de conciencia como ejercicios claros de antimilitarismo en las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado, que desaparecieron en 2011 con la profesionalización del Ejército. Su cara de asombro lo decía todo porque desconocía el significado de lo que hablaba.

En un mundo como el actual, donde tu vida transcurre en la era digital y tus preocupaciones pasan por hacerte un selfie cada día, el antimilitarismo es algo desconocido por obligación. Las generaciones que nacimos antes y durante la Transición vivimos los rescoldos de la Guerra Fría como una muestra del poderío militar entre la Unión Soviética y los Estados Unidos, bajo las fórmulas de la OTAN y el Pacto de Varsovia, a cuyos pies se arrodillaban multitud de naciones, que se posicionaban entre el comunismo y el capitalismo occidental, respectivamente. Éramos tan racionales y pacíficos que las armas eran nuestra religión.

La objeción de conciencia, que ya estaba presente en los últimos años antes de la muerte de Franco, se institucionalizó con la democracia a través del artículo 30 de la Constitución, bajo el régimen de convicciones del tipo ético, humanitario y filosófico, entre otras. También con una ley de 1984, que la regulaba, por la cual se realizaba la Prestación Social Sustitutoria, un servicio cívico que actuaba de contraprestación y cuyo incumplimiento se penaba con la cárcel, lo mismo que la insumisión.

Por su parte, esta última implicaba un paso mayor y con una carga ideológica y de compromiso que superaba con creces a la objeción de conciencia. Se trataba de un ejercicio de desobediencia civil y llevaba aparejada la negativa de la incorporación a filas, con lo cual se le aplicaba el código penal militar y la correspondiente condena en forma de cárcel.

En la década de los noventa, estudiaba en la Universidad de La Laguna y recuerdo el muro que había en la entrada del Padre Anchieta, donde se podía leer "Libertad para Montelongo", condenado por declararse insumiso. La cárcel siempre era disuasoria para todos, pero había personas como aquel chico que tenía la plena conciencia de que los ejércitos y las armas son un medio de destrucción de las sociedades y que nosotros solo somos instrumentos para empuñarlas con el fin de asesinar a otras personas, gracias a las decisiones que se toman en los despachos.

Otros, los menos concienciados política e ideológicamente, elegimos la objeción de conciencia, una vía cómoda, basada en trabajos a la comunidad. Era nuestra vía de escape directa porque tampoco estábamos de acuerdo con su existencia, ya que suponía aceptar que el sistema siempre te iba a reclamar de una manera u otra. En todo caso, yo decidiría si quería o no prestar ayuda voluntaria a la sociedad y no que me la impusiesen como norma. Al final, muchos ayuntamientos hicieron el agosto con nosotros porque se ahorraban mano de obra, empleándonos en su maquinaria administrativa.

Dos décadas después, todavía tengo colgada una postal, alusiva a la insumisión, que la cogí en el hall de la vieja Universidad de La Laguna y en la que se lee: "No cojas el petate; que cojan ellos la maleta". Pero, como otras luchas, está también se olvidó.

*Licenciado en Geografía e Historia