Qué tiempos aquellos en los que los negocios se cerraban con un apretón de manos, las promesas se cumplían y coincidían pensamientos, palabras y obras. Está claro que la virtud de la coherencia no pasa por su mejor momento. Encontrar personas que piensen, digan y hagan lo mismo es más difícil que ver llover hacia arriba. Y, por lo que respecta a la escena política, pasamos directamente al ámbito de los milagros. Apenas han transcurrido unas semanas desde la celebración de las elecciones generales, autonómicas y municipales y ardo en deseos de comprobar si a la postre los representantes de las distintas formaciones van a cumplir sus promesas preelectorales, al menos quienes no han obtenido la mayoría suficiente de votos para gobernar con comodidad. Ojalá me equivoque, pero los repentinos y sorprendentes cambios de criterio van a ser moneda común a partir de ahora. Y, si no, tiempo al tiempo.

Lo que parece evidente es que el valor de la palabra dada cotiza claramente a la baja y ello es aplicable a todos los órdenes de la vida, desde el más trascendental al más irrelevante. Ya nada es lo que era. A menudo recuerdo con nostalgia sana aquellas películas del Oeste de las sobremesas de los sábados de mi infancia, en las que el compromiso verbal de los protagonistas era más que suficiente para formalizar un pacto. Claro que yo ya tenía en casa a mi particular Gary Cooper, un padre honesto hasta el extremo y que jamás en su vida quebró un juramento. Por lo visto, se trata de prácticas del pasado, que van desapareciendo al mismo tiempo que quienes las ponían en práctica sin fisuras. Descansen en paz.

Yo misma, en el ámbito profesional, insisto muy a mi pesar en la importancia de trasladar al papel cuantos datos conciernan a una relación, bien sea contractual o de otra índole, amparándome en la famosa (y, por desgracia, certera) máxima de que "las palabras se las lleva el viento". Porque en este mundo nuestro que gira alrededor del poder y el dinero, sólo los contratos por escrito evitan complicaciones ulteriores no deseables y son los documentos los que consolidan los vínculos entre las partes de un negocio. Reconozcamos, pues, que la suspicacia y el recelo han ganado la batalla a la confianza y a la buena fe.

No obstante, tampoco es preciso recurrir a las esferas jurídicas, políticas o financieras para constatar esta realidad tan poco edificante. Lo que algunos maleducados consideran una trivialidad, como llegar tarde a las citas, también es una muestra habitual del poco o nulo valor que se le otorga a la palabra dada y constituye una falta de respeto hacia el otro, que viene a importar al impuntual aproximadamente el cero absoluto y que, como tarjeta de presentación del sujeto en cuestión, no tiene desperdicio. Luego tratará de justificarse acusando a la pobre víctima de su retraso de ser demasiado estricta. Relájate, le dirá, que la vida son dos días. Sin sonrojos. Con un par.

El propio entorno doméstico es igualmente testigo de esta costumbre tan rechazable -que no tan rechazada-, reproduciéndose idéntico fenómeno con el trato que dispensamos a niños, adolescentes y jóvenes a nuestro cargo. Con frecuencia les generamos falsas expectativas o les ilusionamos con propuestas irrealizables, con lo que supone de correspondiente decepción posterior. Lo cierto es que, una vez acostumbrados a que sus mayores incumplan lo acordado, pretender que después se conviertan en adultos abonados a la sinceridad y al cumplimiento de los compromisos adquiridos no deja de ser una ingenuidad, cuando no una osadía.

En definitiva, considero que respetar la palabra dada es respetarnos a nosotros mismos, es revelar nuestro grado de integridad y seriedad y, más aún, es demostrar al prójimo que nos importa. Pero, por encima de todo, es el único patrimonio que nos queda cuando ya no nos queda nada.

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