En no pocos ámbitos, la raza humana ha avanzado de un modo sorprendente en los últimos siglos. Se han experimentado avances espectaculares en los campos de la ciencia y la tecnología, trazado el mapa de nuestro genoma, llegado a la Luna y progresado en el reconocimiento otrora impensable de algunos Derechos Fundamentales. Sin embargo, aún nos queda un enorme trecho por delante y uno de sus aspectos más rechazable es el relativo al maltrato animal por pura diversión, sustentado sobre una peregrina idea de la tradición entendida como transmisión de ritos, usos y costumbres populares que se mantienen de generación en generación. Personalmente, me resulta incomprensible que en pleno siglo XXI el hombre necesite hacer daño a otras especies -incluida la suya propia- como complemento de fiestas y jolgorios. Ahora, con la llegada de las fiestas veraniegas, esta tendencia se acentúa todavía más, traduciéndose en actuaciones denigrantes que reflejan un ínfimo nivel de empatía hacia el medio natural y hacia los seres vivos que lo habitan.

Cabe recordar que hasta hace bien poco tiempo se celebraba en la localidad vallisoletana de Tordesillas el famoso festejo del "Toro de la Vega", una jornada que se remontaba al siglo XV y en la que un astado era perseguido a las orillas del río Duero por lanceros a caballo cuya misión consistía en acorralarlo y atravesarlo con rejones hasta la muerte. Quien lograba darle el puyazo definitivo de gracia era reconocido en el pueblo como un verdadero héroe. Por fortuna, la propia fluidez del concepto de Cultura nos está permitiendo desafiar determinado acervo asociado a la atrocidad y, así, la otra cara de este macabro recorrido por las celebraciones más crueles de nuestra tierra la ofrecen algunos pueblos que han sustituido la carne y el hueso por el plástico y el cartón piedra, como sucede con las cabras que se lanzan desde el campanario de la iglesia en Manganeses de la Polvorosa (Zamora) o con los gansos que decapitan en la villa marinera de Lequeitio (Vizcaya). Son dos ejemplos de que la presión social en aras de finiquitar aficiones de todo punto de vista salvajes e indefendibles da a veces resultado.

Los defensores de estos espectáculos tan incivilizados aluden habitualmente al factor económico como decisivo para su perpetuación. Desde luego, no parece un argumento baladí, sobre todo si quienes lo esgrimen ostentan cargos de representación ciudadana. Porque cuando una práctica ancestral genera pingües beneficios sobre un territorio, resulta harto complicado oponerse a ella enarbolando las controvertidas banderas de la ética y la humanidad. De hecho, los propios políticos suelen ser los más renuentes a arriesgar los sillones enfadando a sus virtuales votantes con unas decisiones tan impopulares. Aun así, a mi juicio no se debe cejar en la aspiración de modificar esta clase de ocio aplicando otras medidas, contempladas si se quiere a largo plazo pero, en todo caso, imprescindibles de ser tomadas en algún momento. Se torna preciso consensuar las posturas de los defensores y los detractores, habida cuenta además que en los primeros suele prevalecer la voluntad de la citada preservación ritual frente a un afán de vejar a las especies. Obviamente no se trata de aumentar la brecha entre ambos bandos ni de alimentar más conflictos, sino de ir imponiendo paulatinamente, a través de la educación y de la información, la estima y la protección de todo ser vivo.

A estas alturas de la Historia, vivir en comunidad debería significar posicionarse muy lejos de perspectivas arcaicas que entienden la cultura como un conjunto de valores inmutables que han de acarrearse por los siglos de los siglos, aunque representen una apología del sufrimiento gratuito y un atentado a la convivencia decente. Para concluir, es necesario manifestar alto y claro que no todas las tradiciones son dignas de perdurar, máxime si pretendemos que nuestros hijos hereden y compartan un planeta más justo y, por ende, más evolucionado. De lo contrario, habremos fracasado nuevamente como especie.

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