Hace veintiún años, cuando tenía 49, recibí una llamada telefónica sorprendente que me puso en mi sitio, o al menos en mi edad de entonces.

Tenía un trabajo importante (para mi) en una editorial, aunque no había dejado (nunca lo he dejado) el oficio en el que me desempeñó desde que era un adolescente, el periodismo.

Quien me llamaba estaba interesado en que yo cambiara de trabajo, dentro del sector en el que desarrollaba en ese momento mi principal labor, al frente de una editorial literaria.

Él comunicante quería que le hablara de mi ocupación, de mi grado de satisfacción y de otros detalles que le resultaban importantes para considerar (o no) mi traspaso.

Cuando alguien te hace una oferta, aunque estés feliz con lo que haces, aunque no te quieras ir, escuchas como se escuchan los elogios: si eres tímido, en silencio, pero interesado, y si no eres tímido con la lógica ansiedad por saber quién te quiere más.

Así pues, aunque no había razones para irme de donde estaba en ese momento, me dispuse a aceptar y por tanto a escuchar la oferta. "Queda un detalle", me dijo el comunicante, al final de lo que parecía ya el inicio de una oferta. "¿Puedo preguntarle su edad?" Entonces yo le respondí la verdad, naturalmente: "Tengo 49 años".

Se hizo un silencio al otro lado del teléfono y yo temí lo peor, que no era que se hubiera cortado la comunicación. Y lo peor fue esto que escuché al fin: "Ah, eso ya son demasiados años para el desempeño que necesitamos. Disculpe usted la molestia".

Pues sí que fue una molestia. A los 49 años ya no podía escuchar una oferta, era demasiado viejo para seguir siendo editor en otra oficina, al frente de otro proyecto. Él no lo había dicho, pero yo me sentí acabado.

Luego cambié de trabajo, regresé al periodismo a tiempo completo, y aunque me prejubiló mi empresa y me acogí a los beneficios de la jubilación activa, que me permite colaborar y ejercer el oficio con cierta profusión, he sentido las dentelladas de la edad como cualquier persona a la que le van cayendo los años como malas noticias, o como buenas noticias, que de todo hay en la parte de dentro de la edad.

Ahora tengo setenta años, y sigo estando al servicio del trabajo, con ilusión, debo decirlo, de modo que, cuando me levanto, por las mañanas, a escribir textos como estos, hay un momento en que me siento mayor y hay momentos en que siento que puedo aún competir con otros más jóvenes en algunos aspectos, si no todos, que constituyen las obligaciones del oficio.

Pero tengo esta edad, y con ella tomo el tren y el metro, me subo a los aviones, nado en el mar y en la piscina, y a veces hago ejercicio o lloro o me divierto y canto (bajito, para no molestar). Con esta edad, en fin, fui recientemente a pedir un modesto préstamo que me ayudara a sobrellevar algunos extras en los que he incurrido no exactamente por mi mala cabeza sino porque la vida es así, te impone a veces la necesidad de un préstamo.

Esta situación la conozco desde la adolescencia, pues entonces mi padre me pidió que pidiera un préstamo para él y sé cómo se pide: con discreción pero sin vergüenza. Los bancos y los amigos están para que te presten dinero; tu deber es devolverlo, y en eso también me he adiestrado. Cuando hice la solicitud noté las veces que evocó la persona que llevaba a cabo los minuciosos trámites un factor humano inevitable: la edad. Creí que no lo diría, y quizá no lo dijo, pero yo lo escuché: "Ya no tiene usted edad para nada". A los 49 años no tenía edad para ser editor. A los setenta ya no tengo edad para nada.

Por la tarde me fui a la piscina y me puse a nadar al lado del nieto. Ni así me convencí de que sirvo para algo. Como diría Millás, en fin.