El año 2018 fue el Año Europeo del Patrimonio Cultural. Los actos de celebración y conmemoración que se desarrollaron en esos meses, al que se sumaron 37 países, se programaron 11.700 eventos y participaron en torno a 6.260.000 personas, prestaron especial atención a la participación ciudadana. Y es que, en las últimas décadas, se han intensificado los procesos en los que la sociedad civil y las administraciones públicas acercan posturas e implementan acciones de colaboración para gestionar el patrimonio cultural de las comunidades.

Esta tendencia está modificando la forma de mirar el patrimonio cultural, desde una postura o visión experta, exclusivamente, en la que solo tenían protagonismo los bienes culturales incluidos en los libros académicos, las exposiciones o los inventarios oficiales, por ejemplo, a otro escenario donde la pluralidad, la mirada individual y la forma de convivir de los ciudadanos con su patrimonio cultural -y cómo les afecta- ha abierto la puerta a una política de gestión patrimonial más diversa e inclusiva, que se extiende a áreas como la planificación urbanística, el turismo o la sostenibilidad.

Por tanto, debemos asumir que la pluralidad y la individualidad, proporcionan múltiples y diversos caminos para entender el devenir histórico, el pasado, y la gestión futura del patrimonio cultural; entendiendo que todas esas vías nos llevan a las personas, a las comunidades y a las sociedades, y dan, como resultado, diferentes formas de comprender los bienes culturales. Y este no es un contexto fácil en el que trabajar, pero sí resulta ser un marco idóneo para promover la comprensión de nuestra diversidad, a la vez que fortalecemos nuestra identidad, lo que nos sitúa en una mejor posición para lograr la cohesión social y económica en un escenario que se prolonga más allá de lo local o de lo nacional.

El patrimonio cultural es un bien comunal y, aunque sometido a unas reglas -leyes-, quizás debiéramos empezar a asumir que el valor público de los bienes culturales es la aceptación de su significado universal, pero también individual, lo que nos lleva a plantear la necesidad de desarrollar acciones integrales de conservación, protección y difusión, promovidas conjuntamente por las administraciones, las iniciativas ciudadanas y las profesionales. Esta corresponsabilidad en la gestión del patrimonio cultural debiera facilitarse a través de espacios de participación que permitiesen más implicación de la ciudadanía, formarse y ser más proactivos, creando estructuras sólidas y organizadas para plantear acciones y desarrollar experiencias que defiendan ese bien común, incluso desde perspectivas como la social o la económica.

El verdadero valor público del patrimonio cultural es, por tanto, aquel que conecta a las personas con su patrimonio cultural, dotándolas de herramientas y poder de decisión en la gestión de sus bienes culturales, de su entorno y su futuro.

*Profesora de la Universidad Europea de Canarias