Creo, sin temor a equivocarme, que nací con tantos defectos, que tuve que hacer de la necesidad virtud.

Hasta el fin de mi adolescencia, supongo que por contraste, me gustaba lo (que yo creía) perfecto por encima de todo. ¿Por qué? Imagino que porque nunca fui capaz de hacer nada con pulcritud. Mi motricidad fina era más bien basta. Mis manos, torpes. Mi lateralidad, cruzada. Mi capacidad de orientación espacial, casi nula.

De nada servía que mi madre me advirtiera con su famosa letanía determinista-cristiana: "hija, la perfección se quedó en Dios". Yo seguí en mi búsqueda sabiendo, como buena devota de Expediente X, que la verdad estaba ahí fuera.

Por suerte, de aquella época en que me extasiaba mirando trabajos de estética deslumbrante, fotos asépticas y retocadas de modelos correctísimas, soñando con parecerme a ellas, solo queda la obsesión por hacerme con precisión cirujana la raya del ojo. Quitando este gesto de coquetería que roza lo compulsivo y que me sabrán perdonar, hoy el resto de mi mundo es imperfecto a conciencia.

Lo son mis amigos verdaderos, lo es la vida que he elegido y el entorno que me envuelve. Tengo un ojo más caído que el otro, una enfermedad crónica en las piernas y engaño a los psicólogos. Me hago la dormida cuando me interesa y la tonta, también, en los mismos casos. Camino descalza sin temor a destrozarme los talones. No me gustan las sábanas. Tengo alergias para todos los gustos y un carácter volcánico que no se ha atemperado en la meseta. Soy maniática, diletante, increíblemente exigente conmigo y con los demás. Y tengo la fuerza de voluntad de ese caracol que lleva la casa encima porque no le queda otra.

Amo a las raras, acojo a los que no tienen remedio, aguanto a quienes nadie más soporta, doy bola a los pesados, me empeño en convertir en amables hasta a las más bordes y no soporto a los normales.

¿Qué vengo a querer decirles con todo esto? Que no puedo con el algoritmo.

Que se está cargando el encanto de lo imprevisible, de lo imperfecto.

Que está limitando el fracaso como si el fracaso no fuera consustancial a la vida.

Que todo lo hace estándar, impoluto, calcado, uniforme, soso y sin alma.

Que no es que sepa lo que vamos a elegir, es que lo elige por nosotros.

Y nos lo presenta, en su bandeja aséptica, a través de una cinta maravillosa por la que solo pasa ante nuestras narices lo que él dice mientras suena una musiquita persuasiva.

Y es eso lo que escogemos, con la ilusoria sensación de que decidimos algo.

Esta semana estuve presente en una inquietante conversación con gente que sabe de esto muchísimo más que yo. Se hablaba en ella de cómo se eligen los formatos televisivos a gran escala, lo que se puede extrapolar a cualquier producto que consumimos.

La charla sirvió para reafirmar aquello de lo que estoy más que convencida: la salvación solo puede estar en la imperfección. Esto es, en el factor humano.

Los pobres mortales nos equivocamos, sí, muchas veces. Y eso sucede porque arriesgamos. Porque cuando creamos algo no tenemos a nuestra disposición miles de metadatos para saber si sí o si no. Tenemos corazonadas. Nos dan venadas. Tenemos gusto. Tenemos bagaje, criterio, contexto, fondo, antecedentes? Todo esto nos ayuda a decidir, claro, cuando escribimos, cuando emprendemos, cuando hacemos un guion, un libreto, cuando ideamos un programa. Pero no nos garantiza el éxito.

Y qué bien que así sea. Qué bien que todavía haya cabida en el mundo para los imperfectos, para los defectuosos, para quienes fallamos y aprendemos -o no, que no es obligatorio- de los errores.

Para quienes preferimos que nos pellizque el corazón o el cerebro o el hígado una obra llena de defectos en la que late la verdad, por encima de todo.

Viva la inteligencia artificial, infalible, que nos mejora la vida, sí. Pero que viva muy cerca de la mirada humana, imperfecta y única, que nos salva de todos los males de este y otros siglos.