Las elegías y necrológicas devienen en hagiografías porque las personas estamos hechas para la melancolía y los escribidores la relatamos sin pudor. Esta columna, lo juro, se ajusta a la intensa biografía de un muchacho de veinte años que dejó una huella indeleble entre quienes le conocimos. Procedente de Chile, René Ignacio Rodríguez Tobar llegó a La Palma con sólo año y medio y ayer, en El Salvador -con sus padres, Marta y René, su hermana Maite y su novia, Enma- le despedimos sus numerosos amigos, los de su generación y los mayores, los chicos de El Puente, que son una legión perpetuada en el tiempo, la mitad de la ciudad unida al Mensajero, donde destacó como portero espigado y ágil, y la otra mitad del Tenisca, expresión de la histórica dicotomía de la capital palmera, que supo también de sus valores.

En feliz calificativo de su maestra Carmen Ortega, René fue, y será siempre, "un caballero", un niño y adolescente fuera del tiempo que cedía la acera y saludaba afable a los rostros familiares; un hijo y amigo ejemplar y un alumno responsable, brillante y trabajador -no importa el orden de los adjetivos- que cumplía sus deberes con alto rendimiento y a la misma velocidad con la que resolvía los retos del cubo de Rubik o cualquier exigencia de la informática. Culto en el amplio uso del término y comprometido con las causas de la juventud más preparada y de más incierto futuro en nuestra tierra, profundo en sus reflexiones y divertido y ocurrente en su lenguaje, su personalidad no dejó a indiferente a nadie.

Desde los trece años padeció una grave y rara enfermedad -con escasa clínica en Canarias- que llevó con madura presencia de ánimo para admiración de sus próximos y del personal médico y sanitario del HUC, donde su lucha indesmayable fue razón de general simpatía y afecto. Estudiante en Salamanca y sabedor de que su tiempo era corto, adoptó la decisión de cambiar la licenciatura por un grado medio y, hasta el último momento, fue un alumno aplicado y ambicioso, como un hijo admirable, un novio a la eterna usanza y un entrañable amigo, eternamente joven en nuestra dolida memoria.

Resulta difícil enumerar sus valores y, a lo peor, creerlos. Pero les aseguro que no hay exceso en el escribidor; si acaso el énfasis admirado ante los seres de luz que iluminan y calientan nuestro entorno, y estupor y rabia ante la regla y el dolor inmenso de los padres que entierran a los hijos. Nada menos.