Muchos políticos esconden su verdadera cara a la hora de expresar sus sentimientos y deseos en relación a multitud de cuestiones sociales, con el único fin de continuar participando en el juego de la democracia y la vida pública. Aun así, en el fondo desearían imponer sus ideas y sus pensamientos y, en ciertas ocasiones, este ímpetu aflora de manera consciente para demostrar el tipo de personas que realmente son.

Guillermo Díaz Guerra, candidato del Partido Popular a la Alcaldía de Santa Cruz de Tenerife en las pasadas elecciones municipales, escribió en Twitter este comentario xenófobo durante la correspondiente campaña electoral, cuya reprobación apenas tuvo trascendencia: "No pueden tener los mismos derechos un inmigrante o un grancanario que un chicharrero". Presuntamente, el contexto aludía a la sobresaturación del albergue municipal, situado en dicha ciudad y sostenido con fondos públicos, cuyo servicio es deficitario ante las demandas existentes por esa población invisible, que vive de la mendicidad o con recursos económicos ínfimos.

Su disculpa posterior, ante lo que consideraba como un malentendido, no es más que la muestra evidente de los comentarios excluyentes y xenófobos que han caracterizado históricamente a este partido de derechas. Todos sabemos que esta fuerza política es clasista por naturaleza. Esto conlleva la potenciación de la diferenciación social, es decir, la necesidad de conformar una estructura piramidal en la cual unos pocos detenten la riqueza y el poder frente a una extensa masa, que debe obedecer ciegamente sus decisiones y cumplir con su obligación de mantener su estatus, que se basa en el dinero y la riqueza. Por eso, los pobres son repudiados en esa división de clases, lo mismo que los inmigrantes, porque unos y otros atentan contra su modelo discriminatorio.

A políticos de derechas como aquel no les importa que esas personas pasen hambre, que no tengan un techo donde cobijarse o que hayan perdido la dignidad en algún punto de su trayecto vital que ya no recuerdan. De hecho, solo piensan en que su partido apoye a las entidades bancarias privadas y a las empresas relacionadas con el poder; esto conlleva la defensa acérrima de esa estructura piramidal, de la cual ellos se benefician a conciencia y empleando el sistema político.

Díaz Guerra debería replantearse que la sobresaturación de ese albergue es producto del arquetipo económico y social amparado por el PP, basado en la desigualdad de la distribución de la riqueza; además, no es cuestión de quejarse de que se trata de un servicio que ahora mismo está al borde del colapso, sino avergonzarnos de que exista porque precisamente eso significa que la pobreza es todavía una característica del Archipiélago en el siglo XXI. El poder público no la ha erradicado; por el contrario, tiene la conciencia tranquila porque la gestiona como una actividad piadosa, destinando fondos públicos para mitigar las necesidades básicas de esa población, que repito molesta y debe quedar al margen de la que utiliza constantemente tarjetas de crédito.

Ese comentario es otra muestra de la actitud vil y xenófoba de la que han hecho gala ciertos políticos canarios, acostumbrados a analizar los problemas que nos rodean sin haberlos experimentado ni convivido con ellos. Si todos los mendigos tuviesen Twitter, no solo se organizarían como grupo excluido para que se escuchase su voz y cambiase su situación, sino que pondrían en jaque ese prototipo socioeconómico, basado en el dinero como garantía del progreso. Pero como esto es imposible que suceda, seguiremos acostumbrados a comentarios gratuitos como los de Díaz Guerra, sin fondo argumental ni humanidad. Para él, los mendigos solo son un número, con el que se juega en el contexto político. La apertura de un nuevo albergue construiría otra consecuencia del neoliberalismo defendido por su partido: cuantos más centros tiene una ciudad, mayor es su dependencia del dinero y menos igualitaria.