Santiago Abascal, el líder ecuestre de Vox, dejó claro ayer que los ultraderechistas no van a asumir ni en el Ayuntamiento de Madrid ni en la Comunidad Autonómica el mismo papel silente y esquinado que en Andalucía. Vox exigirá al PP y a Ciudadanos no solo compromisos programáticos concretos, sino cargos públicos, despachos, capacidad presupuestaria. Ante esta demanda explícita -y un punto desafiante- el PP afirma pactar para no conceder absolutamente nada mientras que Ciudadanos, más grotescamente, se niega a acudir a ninguna reunión, como si la cosa no fuera con ellos, como si Vox fuera una gripe cochina y eludiesen el contacto por dignidad moral y, al mismo tiempo, por estricto consejo médico. Es estúpido y no engaña a nadie. Y en Madrid Vox no se dejará engañar. En el plazo de un mes será la primera gran capital europea cogestionada por un una ultraderecha patriotera, reaccionaria y catolicorra con rasgos fascistoides.

Por supuesto, egregios portavoces del PP -y más aisladamente de Ciudadanos- rechazan que lo de Vox sea fascismo. Lo rechazan, como es obvio, porque si Vox no es fascista ni el PP ni Ciudadanos pactarán con el fascismo. Vox reúne casi todas las características de lo que Umberto Eco llamó Ur-Fascismo, es decir, las condiciones primigenias para la articulación de una ideología fascista: el culto a la tradición y el rechazo a la modernidad, el prestigio de la acción y el desprecio hacia la reflexión, el miedo a la diferencia y a la erosión de hábitos culturales que en el pasado inmediato eran incuestionables, el autoritarismo como bien necesario para sanar patologías disolventes, la inmigración como amenaza, el machismo patriarcal y la guerra declarada a quienes lo cuestionen, la desconfianza agresiva contra la misma política como espacio de deliberación pública y competencia electoral. Todos esos rasgos serpentean en Vox aunque, por supuesto, su emulsionante haya sido la sagrada ira rojigualda por los intentos secesionistas de los independentistas catalanes y la traición contra la unidad de España que han protagonizado los sucesivos gobiernos del PSOE y del Partido Popular.

El fracaso de Vox en Canarias -ni un diputado, ni un consejero, ni un miserable concejal- quizás se explique por el confuso impacto de la crisis catalana en las Islas. A las estrechas clases medias canarias -Vox es un partido de clases medias y ortodoxia económica liberal: su flanco menos facha- no les angustia la ruptura de España sino, en todo caso, les irrita su condición de comunidad comparativamente rica que durante cuarenta años no se ha cansado de pedir perras. Lo que se me antoja seguro es que la insignificancia de Vox en el Archipiélago no tiene que ver con la existencia de un aminoácido antifascista en nuestro noble genotipo guanche. Al fin y al cabo pasaron de 1.814 votos en 2015 a más de 22.000 el pasado día 26. Quizás los territorios ultraperiféricos exijan su propio fascismo. Tal vez los hombres a caballo y con escopeta dejaron de impresionarnos en el siglo XVI.