La historia del cigarrillo es fascinante y mortífera. Una vez conoces su gestación hace poco más de un siglo y su fulgurante expansión planetaria posterior es imposible volver a mirar igual a este artefacto moderno de consumo de masas que, por situarnos, ha matado a más gente que las dos grandes guerras mundiales juntas. Sigue haciéndolo, a razón de 7 millones al año, de los cuales unos 6 millones son fumadores y casi otro millón, no fumadores expuestos a su humo. ¿En Canarias? Unas 200 personas le deben su adiós a este mundo ¡cada mes!

Entiéndase bien lo siguiente: el abajo firmante mira con lástima a las personas fumadoras, pero no por prepotencia o condescendencia, sino por saberlas víctimas de una adicción complejísima (les iría genial ayuda, que la hay y gratuita; razón en el 012). Las personas fumadoras son presas de una de las principales amenazas que hemos enfrentado (Organización Mundial de la Salud dixit), cimentada sobre ciencia corrupta, gobiernos incapaces y consumidores de todo sexo y edad inermes ante el mayor derroche de mercadotecnia que ha visto el ser humano.

Me encanta contar (y recrear) en aulas de instituto su relato terrible, descubriendo con chavales asombrados la visión de James Duke y la máquina de James Bonsack, los bebés y enfermeras anunciando tabaco, los científicos comprados, las incontables vidas salvadas por el sencillo y genial experimento de Doll y Hill, el macro-juicio norteamericano contra la industria y sus trapos sucios aireados públicamente, la prohibición de sus patrocinios (que, por ejemplo, hizo que la Fórmula 1 estuviese al filo de desaparecer)?

Y con todo y con eso, uno de los mayores carcinógenos conocidos sigue fácilmente accesible en cualquier esquina por un par de monedas de euro. Cierto es que, sobre todo en este primer tramo de siglo XXI, nuestra sociedad se ha dotado de algunas políticas eficaces para defendernos (no así, por desgracia, en otros lares). Pero hay margen para seguir: subiendo el precio (y no, al Estado no le sale a cuenta lo que percibe por los impuestos del tabaco; a la sociedad le cuesta dinero que la gente fume; Francia lo tiene claro: en 2020, cada cajetilla costará 10 euros), implantando el empaquetado neutro, dejando fumar en menos sitios...

Lo anterior viene a cuento, amén de por mi dedicación a la promoción de la salud y la divulgación científica, por mi reciente asistencia al derbi del fútbol canario en el estadio Heliodoro Rodríguez López, junto a mis dos pequeñajos, heridos también por el gusanillo de la pelota. Fue un disfrute enorme, pero no pleno, por dos detalles: que mi mujer canariona tuviera el corazón dividido y que a nuestro lado hubiese varias personas fumando y afectando con su humo letal a quienes les rodeábamos.

No apelaré a la educación ni al difícil autocontrol de quienes sufren una adicción y cuya libertad de elección ha estado mutilada (no va de eso la cosa; si no, no habríamos aprendido nada). Apelaré, a falta de valentía gubernamental, a la responsabilidad de las personas que rigen el CD Tenerife, a quienes pido abierta y públicamente que prohíban fumar en el estadio. Pueden hacerlo, ahí están los ejemplos de Mestalla, el Camp Nou, Anoeta, San Mamés, etc. Deben hacerlo: por una razón ineludible de salud pública, por respeto a todos los aficionados y, si se quiere, por ajustar cuentas con la historia, fascinante y mortífera, del cigarrillo. Y toda la suerte en todo lo demás.

@concisate