Pablo Iglesias ha dicho que la fracasada rebelión de Juan Guaidó en Venezuela fue un intento de golpe de Estado. El líder de Podemos debería tener la suficiente prudencia como para no opinar de ese matadero social que es la revolución bolivariana. No es que no tenga razón calificando la reciente torpeza de la oposición: es que debería callarse por vergüenza retrospectiva.

La izquierda siempre ha padecido los efectos de una placentera doble moral a la hora de explicar los crímenes. La revolución bolivariana, asesorada por militares cubanos y rusos y hoy soportada por las bayonetas, no aguantaría un asalto mediático de tener sus dirigentes una ideología de derechas. Pero es una revolución socialista. Y esa palabra es como un bálsamo que produce ceguera.

Es una revolución que ha permitido el expolio de miles de millones de dólares robados por la plana mayor del chavismo y por empresarios afines al régimen que han amasado fortunas. Miles de millones robados en contratos pagados por la empresa nacional de petróleos y pagados en comisiones por empresas extranjeras. Una revolución que tiene chinches que le han sorbido la sangre hasta con el precio de compra de las cajas de los CLAP.

Es una revolución que ha conducido al país a la ruina económica. Venezuela no produce nada, no comercializa nada, no tiene recursos para comprar nada. Es un país arruinado y reseco. Chávez expropió a la fuerza a los productores agrarios, convencido de que el Estado era capaz de hacer las cosas muchísimo mejor que los privados. Y como siempre ha ocurrido con el comunismo, terminó hundiendo sin remedio al sector primario y desabasteciendo las tiendas. El viejo sueño de siempre convertido en la misma pesadilla de siempre. Hambre en las casas y prosperidad en la mesa de los dirigentes que se otorgan a sí mismos los mejores privilegios.

Es una revolución que ha convertido la moneda nacional en papel higiénico. Que basó toda la vida del país en el precio del petróleo, del que comían unos y robaban otros, creando una sociedad ineficiente y mantenida. La caída del PIB y de la renta, el hundimiento de la producción y del comercio por el manoseo de un Estado incompetente, ha disparado la pobreza hasta el punto de provocar situaciones de hambruna. Decenas de miles de venezolanos huyen todos los meses por las fronteras de un país donde reina el caos alimentario, donde no hay medicinas, ni seguridad, ni esperanza.

El comunismo, al contrario que el fascismo, tuvo siempre mejor prensa. Un carnicero como Stalin ha disfrutado históricamente de una inexplicable comprensión -o amnesia- para justificar los millones de muertos que ordenó asesinar. Hizo falta que cayera el Muro de Berlín para que se desprendiera la venda de los ojos de una izquierda europea que seguía defendiendo, con la fe del carbonero, un modelo de sociedad fracasada, donde los ciudadanos habían perdido su libertad y muchos su propia vida. ¿Qué muro tiene que caer para que vean la verdad de lo que pasa en Venezuela?