Las semana pasada asistimos a un intenso debate sobre por la supuesta retirada de obras literarias como Caperucita Roja en la escuela pública Tàber de Barcelona, donde se imparte docencia en los niveles de Infantil y Primaria, fruto del proyecto Biblioteca y Género, efectuado por la comisión de género de dicho centro y de la asociación Espai i Lleure. Al respecto, supuso una revisión del contenido de los libros que conformaban la biblioteca escolar del centro, lo que desembocó en la conclusión de que muchos, como el indicado, eran perjudiciales en perspectiva de género, teniendo en cuenta además que otros evidenciaban altos contenidos racistas y machistas.

La necesidad de construir una sociedad inclusiva, libre de desequilibrios entre hombres y mujeres y donde imperen los mismos derechos y libertades para ambos se ha convertido en un reto imprescindible, sobre todo en un momento donde el nivel de machismo aumenta peligrosamente día tras día y donde el asesinato de mujeres se ha asentado como una conducta admitida y lícita entre los hombres.

Los libros no son ajenos a este proceso y lo sucedido en ese centro educativo demuestra el papel que tienen las bibliotecas dentro de ese contexto de salvaguarda de la integridad de las personas. Pero el hecho de marcar determinadas obras para evitar que los alumnos las lean o para restringir su uso, conduce a una forma de actuar que contradice totalmente el funcionamiento de una biblioteca, basado en fomentar la lectura y el razonamiento crítico, dentro de un espacio abierto al conocimiento.

Si un cuento como Caperucita Roja se enfrenta a un juicio inquisitorial, que determina que su argumento es una vía de educación contraproducente dentro de esa pretendida sociedad inclusiva, también debemos hacer lo propio con otras miles de obras, que atentan contra aspectos tan básicos como la moralidad y la sexualidad. Por eso, siguiendo el mismo patrón, el primer libro que tendríamos que retirar sería la Biblia, ya que contiene multitud de ejemplos de sumisión de la mujer dentro de la sociedad patriarcal, al mismo tiempo que alude con desprecio a otras comunidades -que no sean la cristiana- como bárbaras e inferiores. Sin embargo, nadie se atreve a hacerlo y nunca sucederá que una biblioteca escolar o en una pública municipal su responsable niegue su acceso o induzca a un usuario a que no lo consulte. Otra cosa muy distinta es establecer un canal comunicativo entre el lector y dicho profesional, donde se entable una conversación sobre la obra en sí misma y los valores que encierra, como medio de explicación y para que a última instancia sea aquel quien decida si quiere o no leerlo, pero jamás coartarle la lectura.

Este fenómeno de purgas es tan peligroso como indeseable y genera un sesgo en el conocimiento, en la producción literaria y cultural y en la libertad de elección de las personas. En 2011 se retiró el cómic Tintín en el Congo (1930), de Hergé, de la biblioteca infantil en la Casa de la Cultura en Estocolmo por su contenido racista. Por el contrario, en España convive con normalidad junto a otros libros en las bibliotecas de los centros educativos y no ha sido un instrumento que haya contribuido a generar el pensamiento xenófobo entre el alumnado. De hecho, se ha utilizado incluso como lectura en las aulas para que este último comprenda que no deben existir el trato vejatorio ni la consideración de inferioridad hacia otras razas que no sean la blanca.

Por eso, desnaturalizar cuentos populares como Caperucita Roja y otros similares, bajo un argumento como el señalado, hacen mucho daño porque aunque tuviesen rasgos que reafirmasen su carácter de no inclusivos, condenarlos al olvido, arrinconarlos o cambiarles el título por uno más neutro sería un ejercicio que va más allá de la destrucción literaria. Quizás debamos mirarlos menos con ojos de un adulto y más con los de un niño o una niña que no se sienten adoctrinados porque no son tontos.