Fernando Simón aparenta ser una buena persona. Puede que sea el tipo con el que no te irías una noche entera de cañas, pero sí, en cambio, podrías departir largo rato con él en uno de esos corrillos que se forman al término de los actos sociales y escucharle contar anécdotas de su vida como epidemiólogo, aprender de su indudable sabiduría y regresar satisfecho a casa tras haber pasado unos minutos alternando con el portavoz del Gobierno durante la pandemia mientras digieres unos cuantos canapés.

Fernando Simón, de cuya valía como máximo experto gubernamental en la materia no me cabe ninguna duda, ha sido un portavoz notable desde que el pasado 14 de marzo el Ejecutivo de Sánchez decretara el primer estado de alarma a causa del coronavirus. Ha estado a las duras y a las maduras; ha llevado todo el peso de la buena o mala gestión sanitaria ligada al covid; se ha llevado los palos y muy pocas alabanzas, innumerables críticas y, en ocasiones, reproches más o menos injustos. Muchos más que loas. Sin embargo, ha sabido aguantar el tipo en un escenario en el que muy pocos están preparados para soportar semejante presión, con cifras incontables de contagiados, el drama de los fallecidos, los famosos picos de la curva, los errores, tan basculantes cómo decepcionantes, la improvisación.

En ese contexto, como recién llegado de una galaxia muy lejana, apareció este invitado de la política que ha puesto la cara para que no se la partieran al presidente del Gobierno o al ministro de Sanidad, y opino que se ha dejado la piel en el intento y ha logrado granjearse muchas simpatías entre una mayoría de la población. Se le han dedicado espontáneos homenajes e, incluso, diseñado camisetas con su cara, como si fuera el Che Guevara, John Lennon o Los Ramones. Un icono pop del coronavirus.

Toda esa exposición le ha puesto en riesgo al convertirse en víctima de su propio personaje. Uno tiene que saber cuál es su sitio, y el de Fernando Simón se encuentra cada día o cada tarde sobre el proscenio desde el cual informa a diario de la evolución de la pandemia. Cuando uno pierde la perspectiva y se dedica a conceder entrevistas a youtubers o hacer programas para el prime time con personajes populares, significa que ha bajado la guardia. En el momento en que esto ocurre y quiere darse cuenta ya es tarde y comienza a hacer funambulismo sobre el filo de la navaja y a situarse bajo la amenaza del síndrome del trabajador quemado. Entre todos lo mataron y él solito se murió, suele decirse, y Fernando Simón no es que tenga tal síndrome, es que está abrasado. Está comenzando a dejar de ser creíble, es carne de memes, alimento para tiburones de las redes sociales, saco de boxeo de todos los partidos de la oposición e incluso del que está en el Gobierno. Su último chascarrillo, de indudable corte machista en una charla desenfadada con dos jóvenes youtubers, pronunciado en un tono muy poco edificante e inaceptable para el cargo que representa, ha sido el culmen de más de medio año de exposición ante la sociedad española, ante los medios de comunicación y, por supuesto, ante la jauría inmisericorde de quienes le estaban esperando para acuchillarle.

Fernando Simón ha cumplido su función de forma más que aceptable, ha hecho lo que ha podido y lo que sabía, pero en el asunto que lleva entre manos no hay hueco para frivolidades. Lo mejor que podría hacer en este momento es echarse a un lado y no acabar convertido en una caricatura de sí mismo, en un pelele echado como carnaza a los depredadores o en un muñeco de trapo sobre el que clavar las agujas del odio, la burla, el desprecio y la humorada. No se lo merece, pero depende de él. Por eso llegó la hora, Fernando. Gracias por los servicios prestados, es momento de echarse a un lado.