CONFESABA Antonio Gala, en uno de sus maravillosos artículos periodísticos, que él aspiraba a vivir en una nación en la que el nombre de su presidente (y el de sus ministros) no fuera conocido. Lamentablemente, ya por aquel entonces, en los años 90, los mandatarios -reciclados en un sistema democrático que abandonó a las primeras de cambio sus aspiraciones de transformar nuestro pequeño paisito, que decía Benedetti- ya comenzaban a mirarse de reojo en los espejos de la soberbia. Y se gustaban al parecer mucho. Indudablemente eran otros tiempos, y los políticos mantenían, aunque fuera de puertas para fuera, esa vocación de servicio público indispensable para ejercer la profesión. Además, estaba el decoro y la memoria, que por aquel entonces no era histórica sino más bien inmediata. El porvenir era una página en blanco, sin márgenes visibles o invisibles, ávida de recolectar tanto silencio antiguo, amordazado.

La verdad es que no sé qué pudo haber pasado para que tan poco tiempo después nos contagiásemos todos de esta apatía general y aceptásemos sin rechistar este desorden establecido de las cosas, como una carga o una condena implacable. Ignoro cómo nos dejamos morder las esperanzas de esta forma, lo cierto es que extraviamos la fe en las revoluciones, tal vez porque los revolucionarios acabaron vistiendo trajes de firmas importantes y veraneando muy cerquita de los monarcas. Se conviertieron en activistas del desastre. Y pienso yo que este mismo instante puede ser propiciatorio para reconducirse por donde uno quiere. Habrá que empezar a reírse -más temprano que tarde, si puede ser- de todo esto. De los nombres y los apellidos; de las cumbres y los encumbrados; de los debates de la nación; de las nacionalidades; de las aguas jurisdiccionales; de las fronteras; de la usura; de la crisis y sus cinturones D&G; de las convocatorias electorales; de las dimisiones; de las listas de espera; de los profesionales del hurto; de las promesas; de tanto engaño.

No sé ustedes, pero yo, en este momento, carezco de certezas, de dogmas, de metas; por contra, me alimento del aire que respiro, de los sueños que albergo, de la piel que amo.