Sobre la procedencia de nuestros antepasados, el pueblo guanche, cromañónes que habitaban en cuevas, aún todo un misterio, ya que se siguen barajando muchas posibilidades y de todas ellas las más posibles parecen ser la africana -por su cercanía al Archipiélago-, la de origen egipcio -por las fórmulas que tenían en sus métodos de momificar cadáveres-, la de que fueran indígenas de una raza del perdido continente de la Atlántida, incluso que fueran de origen escandinavo o cartaginés, por la naturaleza marinera que les condujo a cruzar un océano, lo que ha quedado patente fue su nobleza, su aguante para soportar las más duras situaciones y su paz interior para pensar en los silencios. Decimos que ha quedado patente porque es la pura herencia que recibimos y con la que aún hoy día manejamos nuestras vidas. Para las desatinadas críticas godas, los canarios se comportan como "aplatanados", más es nuestro orgullo de raza el meditar en largos silencios el futuro inmediato, y resolver con tranquilidad y certeza lo que a otros pueblos les crisparía con torpes resultados. Se conoce que los varones guanches en edad joven se veían obligados, por la estructura de sus tribus, a realizar largas guardias de vigías que alcanzaban muchas veces meses enteros en permanente soledad. Aquellos varones, con mantenida sonrisa en sus rostros, algo absolutamente puro ya que hoy si se sonríe es para mostrar aceptación de otras personas, más ellos la tenían por la satisfacción de vivir sin que nadie les observara, era un claro exponente de nobleza, de bondad y de tranquilidad con todo su entorno. Los jóvenes guanches en edades prácticamente adolescentes conocían a la perfección el estado de las mil plantas diferentes con que les regalaba la naturaleza. En estos momentos solo los viejos magos tienen la suficiente sabiduría para conocerlas, ya que los jóvenes van perdiendo el arte del silencio y la observancia. Sería realmente impresionante poder introducirse en la idealista máquina del tiempo y ver el comportamiento feliz de uno de estos varones, cuando con el amanecer y hasta el fin del día, sin que nadie les obligara ni les observara, se sentaban en su puesto de guardia y soportaban horas tras horas el silencio total y la inmovilidad en su entorno, sin apenas pestañear y con la sonrisa de gratitud por estar vivos en unas islas que tenían y les regalaban todo cuanto podían precisar en su existencia en el mundo. El método que empleaban era el más puro que se puede tener: emplear el silencio, hasta del aire, para meditar, pensar y hasta filosofar.

Fernando Gracia (periodista y escritor)