DE TINERFE EL GRANDE. Tan solo basado en la leyenda, era un salto a la locura tratar de poner rostro a Tinerfe "el grande", era tal la fuerza que debía impregnarse en el lienzo que el artista tuvo que detenerse, en repetidas ocasiones, para no plasmar en sólo hombre lo que realmente era magia y casi divinidad.

Una de las no muchas leyendas que a través de los siglos se ha venido conservando, sobre los Menceyes, contaba como Tinerfe, muchos años antes de que finalizaran los focos de resistencia tras el final de la segunda y definitiva conquista de Tenerife, ya mostraba cada amanecer su desconcierto y, con disciplina de padre, era el único del poblado que, a media noche, se levantaba de su lecho de hierbas para caminar despacio entre los suyos, como si se tratara de un guardián de la tranquilidad, de un vigía del pasado mañana. De un padre y madre que sentía la profunda responsabilidad de que no existiera sorpresa durante la noche, y que el día fuera otro feliz día para sus pequeños, aunque la mayoría sobrepasaba el metro setenta de una raza fuerte y pura como fue siempre la Guanche.

Cuenta la leyenda que estiraba su brazo hacia la mar y retrocedía con rapidez la palma de su mano abierta hasta unos centímetros de su cara; lo hacía para oteando la limpia brisa oceánica, comprobar si aquella nueva jornada venía acompañada de algún olor extraño. Estaba inquieto Tinerfe "el grande".

Coco Aguilar escribía que: "Tinerfe cambio el color de su pelo del rubio al blanco, por las preocupaciones, y a la luz de la luna, entre la oscuridad de los árboles, parecía como si la cabeza de un ángel navegara volatizada por el espacio. Su cabellera puede que estuviera volando, pero su cabeza se encontraba firme, vigilante y protectora permanentemente".

Miraba hacía dentro / buscándose a si mismo / ya que venía desde tiempos atrás / vaticinando en la profunda lejanía / que el futuro que se aproximaba / no era el furo que deseaba para su pueblo / para su amado y único Achinet / hoy Tenerife. Después, durante todo el largo día, Tinerfe "el grande", continuaba con la mirada perdida. A los niños del poblado les parecía que trataba de ver algo que ellos no alcanzaban a comprender y, subían a pequeños riscos, para conseguir averiguar de qué se trataba. Para los hombres maduros, no les resultaba necesario mirar a la lejanía, y tan solo con fijarse en la nuca de su Mencey, ya sabían de la intranquilidad que le inundaba.

Periodista y escritor.