Dice un tal Joan Rigol que se equivocan quienes utilizan a Pujol para desvirtuar el proceso catalán. Me gustaría que este individuo, el propio Pujol, el mismísimo Arturo Mas o las respetables señoras madres que los parieron a todos ellos me explicasen -me da igual que sea en español o en catalán, pero que me lo expliquen de forma que lo entienda- en qué ha beneficiado al ciudadano medio catalán, al que debe levantarse cada mañana para ir a trabajar tanto si le duele el cuerpo por la faena del día anterior como si no, el proceso catalán al que se refieren continuamente, como un disco rayado o como una cantinela de mal gusto -lo poco a veces agrada pero lo mucho cansa siempre- un puñado generoso de vividores. Vividores listos, a la cabeza de los cuales ha confesado estar el propio Pujol, si bien no es el único, pues han sido capaces de generar entre los catalanes un rechazo hacia el resto de España que no existía antes. Esto no lo digo yo; lo dicen quienes conocieron Barcelona hace no más de veinticinco años.

Sobre Pujol y su confeso pecadillo se ha escrito tanto que no merece la pena añadir una línea más. De todo lo manifestado me quedo con un artículo de Ignacio Vidal-Folch titulado "¡Qué escándalo! ¡Aquí se roba!". Título que parafrasea la cínica razón que le da el capitán Renault a Rick el americano en la célebre película "Casablanca" cuando éste le pregunta con qué derecho le cierra el local. Sobra añadir, porque este film lo hemos visto todos muchas veces sin renunciar a seguir visionándolo de nuevo de vez en cuando, que Renault estaba harto de jugar en el casino clandestino de Rick. "¡Un escándalo!", se alarma pese a ello el corrupto jefe de la policía francesa en el entonces protectorado marroquí. "¡He descubierto que aquí dentro se juega!".

A lo largo y ancho de España son multitud los fariseos que se han estado rompiendo las vestiduras estos días a cuenta de Jordi Pujol. Como si aquí alguien pudiese tirar la primera piedra. Si hasta han trancado a tres marineros del "Juan Sebastián de Elcano", el buque escuela de la Armada española, traficando con 127 kilos de cocaína. No unas cuantas papelinas: 127 kilos. Lo peor es que quienes descubrieron el asunto no fueron las autoridades españolas -ni las militares, ni las civiles-, sino las gringas: al detener a tres camellos en Nueva York, confesaron que la droga se la habían comprado a tripulantes del citado velero. La próxima vez que este barco, uno de los símbolos de la "Marca España" que tanto, y con tanto coste, se quiere promocionar llegue a un puerto de un país serio, seguro que le ponen un cordón policial y prohíben que lo visiten grupos de escolares por ser lugar de alto riesgo. Qué pena. Qué penosa vergüenza. Si hasta al gerente del Zoo de Madrid lo han trancado lucrándose con la venta de entradas falsas.

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