En la palabra esta todo. Un mundo donde esta se ausente y se suplante por gestos seria sórdido, donde el escenario de la vida perdería interés para el ser humano en vías de degradación personal e intelectual.

La palabra no solo comunica sino que nos define y a veces también funciona como baluarte inexpugnable donde se estrellan distintas opciones de discursos que se elaboran desde las altas instancias del cerebro.

La palabra libre de estridencias, alejada del aspaviento o del grito y si se sitúa en el campo de la serenidad, del conocimiento, abre las puertas de mundos, el propio y el de los demás, en un intento de acercamiento, de mirar al frente y no percibir enemigos, ni tramposos que se aprovechen, tal vez, de esa intención sana que la palabra persigue a través de su sonido, que no es otro que acercar, conciliar, exponer, relatar y enfatizarla en cuestiones que la verdad canta de manera contundente, y hay que decirla con el empuje que dan sus ecos en el retumbo de las mediocridades.

A lo largo de la historia de la humanidad se han agolpado y se han imitado. Habrá muchos, seguramente, que dentro de la farragosidad de algunas de ellas se han arropado con estas, emboscándose en el disimulo y haciéndose pasar por mensajeros de verdades ocultas; otros, seguramente más atinados en ellas, en la conceptualización que encarnan, se han encaramado en los hombros de muchos gigantes con pies de barro, manejándolas con ardor para despojar de sus fantasmas a los que se creen impolutos e invencibles.

La palabra ha doblegado voluntades, ha puesto a más de uno en su sitio; la palabra, también hay que decirlo, se ha aliado muchas veces con perversas historias, con sus tergiversaciones, haciéndonos llegar veleidades que no dicen, que son mudez escandalosa aunque se recree en viejas retóricas y estólidos mensajes.

La fuerza de las palabras es inconmensurable, todo estriba en estructurarlas, en despojarlas de ropajes insulsos, darle el sentido que intrínsicamente poseen. La fuerza de la palabra, si se aprovecha y no se derrama en la insulsez de las verdades y se escapa de su vacuidad e inoperancia, se estará en el albor de una nueva y más aceptable dimensión humana gestada a espaldas de esas manías tecnológicas que la secuestran, la deforman y la pisotean desde la irreflexión y una modernidad mal entendida. Ahora, cuando todo es escueto, reducido, donde el mensaje es una melindrez, y la debilidad del pensamiento es preocupante por sí mismo, la fuerza de la palabra está pendiente de su turno, para al menos decir que está presente con toda su esplendidez y valor.