Una de las cosas que a veces noto en falta -entre estas cuatro paredes que tengo que llamar hogar- es mi biblia. La dejé en una mudanza forzosa a la que me obligó la vida, y quiero decir que la extraño. No es que busque convencer a nadie de nada -para eso hay gente muy cualificada- y allá cada uno con la lectura íntima que haga, solo pretendo recordar a tanto profesor de lengua, lingüística, filología, historia, sociología y estudios afines que ese caudal de sabiduría -que nos hizo lo que somos, le pese a quien le pese- debe ser de lectura obligada para el alumnado, que es tan necesaria como la de Shakespeare, Cervantes, Sócrates y/o Platón. Que a través del Viejo y Nuevo Testamento se adentra uno en la cultura judeo-cristana, la cual combinada con el llamado islam mediterráneo, Grecia, Roma..., nos lleva a Occidente.

Mi ejemplar -un pesado volumen con tapas en piel- posee unas páginas de papel suave, agradable al tacto, con una limpia tipografía y cientos de láminas de las más grandes pinturas de todos los tiempos. Es una cuidada edición -con la última traducción canónica de los textos sagrados al castellano- que contiene un magnífico caudal de diversión, reflexión y conocimiento. No exagero, la Biblia es algo más que un libro sagrado, es una fuente extraordinaria de relatos, aventuras, batallas, amores, traiciones, emociones y simbolismos; contenido del que hace tres mil años viene nutriéndose el mundo civilizado y que ha servido de inspiración a los más grandes filósofos y artistas de todas las épocas; literatura, música, pintura, escultura y cine incluidos.

Cualquier persona que busque lucidez e inteligencia, que quiera interpretar el mundo donde vive y morirá, no puede pasar por alto la lectura, al menos una vez en la vida, del libro más famoso e influyente de todos los tiempos. Para unos el Antiguo y el Nuevo Testamento son historia sacra y revelación divina, y para otros la llave maestra de la cultura y la ilustración, por tanto, desde los dos puntos de vista se concluye que es una obra imprescindible para comprender cómo llegamos aquí, lo que hemos sido y lo que somos. Insisto -para no ofender a nadie- que no se trata de apología de religión, sino de la cultura.

No es un libro para leerlo de golpe y atragantarse, basta con cuatro o cinco líneas de vez en cuando, y abierta por cualquier parte, pues releída una y otra vez dará para colmar una vida entera. Es una lástima que a los chicos se les haya impuesto otro tipo de lecturas, a criterio de algún cateto mediocre -presuntamente educativas y en mor de una libertad legislada- en la que no está incluida la Biblia. Con esta manía persecutoria de algunos contra la iglesia, esgrimiendo -entre otros- sus prejuicios sobre este libro sagrado, se están cerrando puertas al conocimiento, pues no es necesario ser un seguidor del profeta Mahoma para visitar y admirar las bellezas de una mezquita, analizar las líneas arquitectónicas, sorprenderse por su cromatismo o por la incidencia del sol en sus ventanales. El presente de un pueblo siempre es producto de su pasado, de atesorar relatos y acontecimientos, obras de arte y viejas piedras, acervo cultural oral y escrito, cualquier cosa que evolucionada lleve a las pautas de conducta actuales.

Por ello, insisto, no hace falta creer en Dios para leer la Biblia, para admirar la belleza de sus relatos y buscar un paralelismo entre el pasado -fabulado o no- y el presente que compartimos. ¿Quién sabe?, puede que incluso encontremos algunas respuestas a la crisis de la sociedad de este siglo. Por cierto, si alguien tiene una de sobra...