NOS ESCAPAMOS del Gorgias, de la República platónica y hasta, si se quiere, del "Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu", de Joli, y nos quedamos a pie de calle y tal vez en las plazas donde ha acampado el grueso del movimiento 15-M, que hace que desde esos lugares nos asalten un sinfín de preguntas, todas ellas relacionadas con el entendimiento, y si verdaderamente entre el cruce de las palabras se ha podido enhebrar algún argumento que dé fortaleza a las vivencias que anida el ser humano en lo más íntimo de sí. Pudiera ser que tenga más vitalidad el gesto que la palabra, que las situaciones las conduzcan con más tino los tics que las elucubraciones de altos vuelos intelectuales. Pudiera ser que esto fuera así y que el tiempo que se pierde en la tentativa del diálogo sea eso, un tiempo perdido que no conduce más que a la incoherencia, al despiste, a la nadería y, sobre todo, al caos mental, que lo que hace es enfurecer las posiciones y donde la palabra se convierte en una simple y desdichada mortaja que cubre el cadáver de las intenciones que se han quedado en el aire de las inconveniencias.

El diálogo, cuando se ha mantenido como la pieza fundamental del entendimiento, se ha hecho desde la pereza y el pensar que ahí termina o debe terminar esta o aquella cuestión refrendada por el consentimiento mutuo sin percatarnos de que el diálogo funciona las más de las veces como un inconveniente desde una posición falsaria para esta o aquella cuestión a discutir, porque lo que es evidente y está perfectamente contrastado por los hechos no merece ningún tipo de discusión, sino que se acepta sin más, sin encuentros, sin ambages y sin cruce de significantes. Cuando se busca la palabra para ponerla en su sitio en el afán de aclarar y de buscar un rumbo adecuado a esta o aquella cuestión, es esta la que dificulta el entendimiento. Además, se encarama una sobre otra y lo que se consigue es formular un mito que camina hacia el abismo de lo irreconocible y que se devora a sí mismo.

El canto y la apuesta que se ha hecho por el diálogo desde siempre ha sido motivado por la inseguridad, por la cobardía y el disimulo, haciendo de las palabras los cepos que se esconden en la maleza de las malas intenciones y que atacan como aciagos demiurgos, poniendo al borde del desencuentro aquello que se proponía que por medio de la palabra se podía resolver.

Y digo también lo del 15-M porque desde la simpatía y solidaridad que produce, el deshilache de las palabras apelotonadas y envasadas en vacíos que son curiosos y hasta originales carecen de la fuerza de la convicción, y cuando esta permanece ausente, o al menos altamente difuminada, alejada de la concreción de las palabras que apuestan por poner las cosas en su sitio, por todos aquellos diálogos que se propongan y que es verdad que aventan al aire una actitud novedosa y estimulante, solo llenan los vacíos del inconformismo, los huecos de la desesperanza y no conducen con la debida fuerza las propuestas hacia donde deben ir. Y el camino aparentemente es el diálogo, pero este ha sido muchas veces más causa de rupturas que de encuentros; el diálogo cuando se encona y se destempla no camina, retrocede a los inicios. La convicción de las palabras, darles sentido a las mismas, debe ser acompañada de las realidades que acucian, y que estas sean las que se presenten con toda su crudeza y solo haya que hacerles un círculo, fortalecerlas y empujarlas hacia el objetivo, hacia la diana a conseguir.

Cuando nos apoyamos en el diálogo se está, muchas veces, diagnosticando las debilidades de cada uno, porque cuando se llega al convencimiento de que las cosas son como son y no tienen vuelta de hoja el diálogo es un inconveniente que hay que desterrar de las posibilidades que puedan tener los encuentros bajo la órbita del mismo. A lo largo de la historia se ha producido más beneficio a las cuestiones del mundo, de la sociedad, desde el soliloquio, desde el internalismo convencido que desde la posición dialogante, donde la palabra funciona como un espécimen depredador.

Y no estamos instalados en la intuición ni en la repesca de acontecimientos; es solo una reflexión que intenta poner en su sitio cuestiones que se han considerado como imprescindibles por el arrastre que tienen, pero también en la inconveniencia que producen por lo que se debe ir en muchas cuestiones directamente, sin ambages ni disimulos prosopopéyicos y sí con la fuerza y con la naturalidad que dan las evidencias. Los rodeos, los circunloquios, muchas veces toman vida y funcionan como un caparazón donde se agazapan los que, mortificados por los fracasos, esconden en las palabras los rituales prefabricados para salir del paso y que lo que hacen es alimentar la estructura de su inconveniencia.