ARTUR MAS ya se siente presidente de la Generalitat. Siente en su piel la fortaleza política que le depara la situación, de la misma manera que huele, como todos, la extrema debilidad del Gobierno y de su presidente. Dice el líder catalán que lo suyo no es una "amenaza", sino una "advertencia". Una advertencia a Zapatero de que le pueden dejar caer, de que se ha acabado jugar con red y que o reacciona dando satisfacción a los nacionalistas tras la sentencia del TC sobre el Estatut, o que su suerte al frente del Gobierno está echada. No será una "amenaza", pero sí un "pulso" en toda regla que el Ejecutivo no debería admitir. Sin embargo, y muy fiel a su estilo, el Gobierno ha respondido con carantoñas a los nacionalistas catalanes, como lo hace con los sindicatos y con cualquiera que se cruce en su camino, con tal de que ese "alguien" no sea el Partido Popular, salvo, claro está, cuando de aprobar ayudas a la banca se trata.

El fallo -la sentencia íntegra la seguimos sin conocer- ha sido un antes y un después en la carrera del presidente del Gobierno; de su particular carrera con la que pretendía, nada menos, que zanjar la "cuestión catalana". Y a ello se lanzó con su ya constatada audacia, prometiendo aquello que no estaba en sus manos dar. A Artur Mas no se le olvida aquella cita furtiva en Moncloa, en la que el presidente dio por buenas las propuestas del líder nacionalista, que en su papel de nacionalista quiere lo que no está en los escritos. Ahora, el TC ha marcado líneas rojas y, al mismo tiempo, ha abierto rendijas de manera que los Consejos territoriales del Poder Judicial tienen que establecerse a través de Ley Orgánica, que un Estatuto no es el camino para ello. Así las cosas, es obvio que hay margen para establecer dichos Consejos; sin embargo, proceder a ello para apaciguar los enfados catalanes significa no haber aprendido nada de lo ocurrido. Significa adentrarse, de nuevo, en caminos identitarios que, por definición, son de imposible satisfacción y significa hacer un recorrido que el actual Gobierno no tiene fuerza para liderar.

Lo de Artur Mas es un pulso en toda regla y la respuesta del Gobierno al mismo una clara exhibición de debilidad. Sólo desde esa debilidad se puede explicar que la respuesta política sea precisamente la de abrir la puerta al citado Consejo Judicial, que no dejaría de ser un órgano cuyas competencias habría que inventar, si damos por buenas las palabras del Fiscal General del Estado. Conde Pumpido ya ha advertido que estos Consejos "en ningún caso pueden ser órganos de gobierno judicial de los territorios".

Esto nada tiene que ver con la famosa geometría variable, puesto que no hay que descartar -en política casi todo es posible- que obtenga el respaldo suficiente para los Presupuestos. Lo del Gobierno ya no es cuestión de sumar un voto más en el Congreso. Ese voto más no le libra de la percepción de su propia debilidad; no le aleja del borde del precipicio, ni le garantiza la inexistencia de nuevos pulsos. Todo lo contrario. Y Mas lo sabe, y sabe que su posición puede ser un elemento más para que el PNV haga valer sus escaños y juntos atenazar a un presidente del que no se fían.

En estas circunstancias una crisis de Gobierno parece casi irrelevante. Ya no se trata de cambiar caras, sino de cambiar rumbos políticos, de promover impulsos. Su respuesta al fallo del TC ha sido la que tenía que ser, la que hubiera sido innecesaria si las cosas se hubieran hecho de otra manera. Pero algo ocurre para que esa respuesta correcta, de inmediato se acompañe de previsiones para hacer posible lo que el TC ha echado para atrás. Esta es su debilidad, no la conformidad con el fallo. Pero no aprenden y optan por las carantoñas a quienes le vapulean. Y más grave para un país es un Gobierno débil que un Gobierno que comete errores. Cuando la debilidad y el error coinciden, como ocurre ahora, el panorama es desolador. Las agonías, aunque resulten indoloras, son siempre desoladoras.