Opinión

Publica, que algo queda

Ernesto Pereda

Cuenta la Biblia que cuando los sacerdotes se quejaron a Pilatos por el título de «rey de los judíos» que había colocado en la cruz de Jesús, Pilatos les contestó: «lo que escrito está, escrito queda». Dos milenios después, y a pesar del auge de redes sociales basadas en la imagen como Tik tok o Instagram, en nuestra moderna sociedad del s. XXI, poner algo por escrito sigue siendo sinónimo de su valor e importancia. Y es que, como indicó Jorge Luis Borges, aunque nada está escrito en piedra, todo está escrito en la arena, debemos escribir como si la arena fues piedra.

La ciencia, como parte de la sociedad, no es ajena a este fenómeno, y desde hace mucho tiempo la comunicación escrita de los resultados de la investigación es parte fundamental de la actividad científica. Ya en la segunda mitad del siglo XVII, el análisis de los textos escritos (incluida la correspondencia entre ambos) permitió por ejemplo determinar que aunque Newton fue el primero en inventar el cálculo, Leibniz se le adelantó en publicar el hallazgo. Desde entonces, la importancia de publicar los hallazgos no sólo para que lleguen a la sociedad, sino también para aumentar el prestigio y favorecer la promoción profesional de los investigadores, no ha dejado de crecer. Hasta tal punto que hoy en día, el número y calidad de los libros y artículos en revistas científicas es uno de los parámetros fundamentales que se tienen en cuenta para la contratación, promoción y asignación de fondos de investigación a los científicos de universidades y centros de investigación de todo el mundo. El problema viene cuando lo que debería ser un medio para avanzar en el conocimiento, se convierte en un fin en sí mismo, y publicar, de la forma que sea, pasa a ser el objetivo. Ya el propio Ramón y Cajal, en su época, alertaba de lo mala que resulta «la impaciencia por publicar, así como lo imperfecto y fragmentario de muchos trabajos de laboratorio». De hecho, en los últimos meses han aparecido varios casos sonados en los medios de comunicación de reputados investigadores, españoles y extranjeros, que han sido sancionados o están siendo investigados por prácticas ilícitas relacionadas con sus artículos cienfícos, como publicar con otros centros que no son los suyos o firmar trabajos en los que no han participado, un problema que, se afirma, es más generalizado de lo que podría parecer.

Para comprender bien lo que se esconde detrás de estos casos, es importante entender cómo funcionan las revistas científicas. 

La realidad es que se trata de un sistema muy sencillo. Empieza con un grupo de investigación ha obtenido un resultado nuevo y desea publicarlo. Escribe el correspondiente artículo (en inglés, por lo general) y lo envía a una revista que considera adecuada por su calidad (que se mide por un parámetro, el factor de impacto, cuyo cálculo está en manos privadas, y que se sabe que es poco fiable, pero cuyo uso está tan arraigado que es muy difícil de cambiar). 

El propio Ramón y Cajal alertaba de lo mala que resulta «la impaciencia por publicar, así como lo imperfecto y fragmentario de muchos trabajos de laboratorio»

En la revista, un editor lo examina y si lo considera adecuado, lo manda a varios expertos en el área que lo revisan y emiten un juicio sobre su interés, mérito científico etc. Si éste es favorable, el artículo se publica, y puede así llegar a toda la comunidad…. siempre que estés suscrito a la revista o que, alternativamente, el investigador pague un importe (entre 1000 y 3000 euros según la publicación) para que esté en abierto. El artículo mejora las opciones de los miembros del grupo de conseguir un puesto, promocionar o conseguir más fondos de investigación, y la rueda, sigue girando.

Curiosamente, ni los revisores, ni los autores, a pesar del trabajo, cobran un euro de las revistas, cuyas editoriales se han convertido en un negocio multimillonario tanto por el volumen como por el margen de beneficio derivado del bajísimo coste que asumen . ¿Cómo puede ser que científicos e investigadores de enorme talento y capacidad profesional se peleen por publicar gratis (de hecho, paguen por ello, como hemos visto), o acepten revisar los trabajos de colegas sin recibir nada a cambio? En cualquier otra esfera profesional, esto sería imposible. Pero aquí hay dos razones de peso que lo favorecen.

Por un lado, la tradición, que hace que, de manera un tanto idealista, los investigadores pensemos que ese trabajo que hacemos es importante para la sociedad (eso es cierto) y que tenemos el deber moral de hacerlo aunque no nos paguen. Y por otro, esperamos en el fondo una gratificación a largo plazo, ya que a más artículos, más probabilidades de mejora profesional.

Pero ahí, precisamente, está la trampa: en muchos casos, el número de artículos se convierte en un fin, en lugar de un medio, lo que hace que hayan proliferado elementos como las revistas depredadoras (que por un pequeño importe aseguran la publicación del artículo sin apenas revisión), empresas que se anuncian por internet y venden la autoría de un artículo al mejor postor, e incluso el uso de chatGPT como coautor de las publicaciones (algo que las revistas rechazan no por poco ético, sino porque no se puede responsabilizar a la IA si se descubre un error). El último episodio en esta lista de malas praxis ha sido el caso de investigadores que firman artículos en los que apenas han trabajado (si es que lo han hecho) con entidades que no son las suyas, prestando su nombre por dinero (e más probable que una revista acepte un artículo si viene de un investigador de prestigio).

Ante todo esto ¿qué podemos hacer? Para empezar, dentro de la propia comunidad científica y de las agencias evaluadoras, han surgido últimamente iniciativas como la declaración de San Francisco para una evaluación abierta de la investigación en EE.UU (DORA por sus siglas en inglés), o la coalición para el avance de dicha evaluación (COARA) en Europa. Ambas apuestan por modificar la forma en la que se valora la producción científica para tenrr en cuenta el contenido y la repercusión individual de los trabajos más que las revistas en las que están escritos. Por desgracia, el problema aquí es doble. Primero, la componente subjetiva que se añade a la evaluación, algo problemático en un país como España en el que la mala selección de un investigador por parte de una comisión no tiene ninguna repercusión ni para la comisión ni para la universidad o el centro de investigación. A diferencia de lo que pasa por ejemplo en Inglaterra o Alemania. Y en segundo lugar, la necesidad de multiplicar el número de comisiones de evaluación en las agencias, con el inherente coste adicional, debido a lo especializado del conocimiento.

Otra opción sería el mantenimiento por parte entidades públicas de repositorios de artículos científicos en abierto, en el que se pueda enviar los trabajos sin coste, y en el que, con el tiempo, sea la propia comunidad, de forma colectiva, la que juzgue su valor. Es algo que ya está arraigado en campos como la física, la matemática o las ciencias de la vida , si bien por desgracia los artículos publicados aquí, sin revisión previa, no se valoran de momento igual que los de las revistas.

Mientras estas alternativas (que, como vemos, requieren aumento de la inversión en ciencia) se abren camino, la mejor opción es que las entidades sean implacables con quienes se apartan del camino correcto. En este sentido, hay que alabar a universidades como la de Córdoba, que cuando descubrió el comportamiento poco ético de uno de sus investigadores más prolíficos, no tuvo ningún reparo en aplicarle una importante sanción, aún a sabiendas de lo que ello iba a suponer en términos de reducción de su producción cientifíca y, por ende, su posición en los rankings. Y es que, en el fondo, en éste, como en otros aspectos de la vida, hay que actuar siempre bajo la premisa de que vale más honra sin barcos que barcos sin honra. Porque, parafraseando el texto bíblico, de nada sirve ganar el mundo si por el camino perdemos nuestra alma. 

¿Serán capaces nuestras universidades y centros de investigación de seguir este ejemplo? Ojalá, porque nos jugamos mucho en el empeño.

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