LA METAMORFOSIS DE UN CONQUISTADOR

El tractor de culto

A lo largo de su historia formó parte de los paisajes más remotos del planeta | Dibujado como una simple caja con cuatro ruedas en sus esquinas hoy se pavonea presumiendo de diseño

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>> / Juanjo Jiménez

Año 1945. Los mariscales Wilhelm Keitel y Gueorgui Zhúkov rubrican la firma de la capitulación alemana en Berlín, dando fin a una Segunda Guerra Mundial que ha dejado exhausto al continente europeo, así como al Reino Unido, que queda prácticamente en bancarrota al punto de vender una tercera parte de sus activos radicados en terceros países para poder pagar las importaciones básicas para subsistir.

La nación que expandió desde la época victoriana el empirismo adaptado a la ingeniería, basado en la comprobación por la experiencia que le llevó a liderar la revolución industrial, y el mismo que inventó la máquina de vapor, el ferrocarril o la ingeniería civil, se quedó sin herramientas para hacer frente a la debacle. Lo que quedaba en almacenes, talleres y depósitos solo eran simples materiales, la mayoría de ellos excedentes de la industria militar.

60 años antes, en 1885, una empresa radicada en Solihull lanza la primera bicicleta moderna del mundo, con su insólita tracción a la rueda trasera por cadena, eliminando de un plumazo a aquellos prehistóricos —y peligrosos— biciclos de enormes ruedas con pedales en el eje delantero.

Es la llamada «bicicleta de seguridad» como la bautiza la empresa que la crea, Rover Cycle Company Ltd, marca que tras el éxito conseguido se lanza a por el diseño y construcción de motos y coches de altísima gama. De modo que en la I Guerra Mundial suministra todo un catálogo de chismes al Ejército británico, camiones incluidos.

Para la II Guerra Mundial, Rover ya se atrevía en el campo de los motores de reacción, desarrollando un proyecto que se convertiría en el turbo reactor Rolls-Royce Derwent, a lo que se sumaba la producción de los motores Meteor que movían a los tanques Conqueror y Centurion.

Tras el final de la contienda sus brillantes ingenieros, con Maurice Wilks al frente, estaban dispuestos a reinventar el mundo, con ocurrencias como el primer automóvil propulsado por una turbina de gas que incorporan al Rover Jet 1, alucinante artefacto que en 1952 embalan a 241,4 kilómetros por hora.

Pero en 1945, con el mundo aún humeando, el panorama no era apto para alardes deportivos, sino para remendar catástrofes.

Wilks, ingeniero aeronáutico y de automoción, utilizaba en su granja un Jeep Willys, vehículo de Estados Unidos se produjo a mansalva para la contienda, con más de 365.000 unidades fabricadas, y que de alguna manera revolucionó en su momento la movilidad, al punto que el general Marshall lo calificó como una de las armas determinantes para el éxito de los aliados.

Diseñado en solo dos días por el encargo de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, aquél chisme brincaba, trepaba y sorteaba todo tipo de obstáculos sin despeinarse, en una época en la que la mayoría de los vehículos de pasajeros claudicaban ante el primer bache.

El también ingeniero Spencer Wilks, hermano de Maurice le rinde una visita a su granja en 1947, y se proponen construir un prototipo de saltataliscos para los agricultores británicos a partir del chasis de aquél Willys. Algo que fuera sencillo de llevar, fácil de arreglar, que subiera y bajara montañas y que acarreara con todo lo que se le pusiera encima. Tan barato como sea posible, y ya puestos, con un volante central para adaptarse a los distintos sentidos de vía de todo el mundo, idea que es finalmente desechada.

A falta de acero recurren al aluminio, mucho más difícil de soldar, pero que los dos hermanos Wilks solventan utilizando remaches para dar forma a la carrocería. El dibujo es prácticamente una caja ligeramente rectangular con cuatro ruedas dispuestas en lo más al filo de sus esquinas para mejorar los ángulos de ataque ante cualquier obstáculo, tres banquetas en la parte delantera y otro par de asientos en posición longitudinal en la trasera, aprovechando el hueco de los pasos de rueda. Y de color, el que quedaba: el verde utilizado para las cabinas de los aviones de combate.

La idea cala en Rover, firma que autoriza una primera tirada de 48 ejemplares preserie en el mes de septiembre. Fabricados de forma artesanal todos ellos resultan diferentes, con las planchas de aluminio en distintos grosores y con crecientes detalles que tratan de afinar el resultado y mejorar las prestaciones, así como volantes indistintamente colocados a la derecha o a la izquierda.

De forma inmediata llaman la atención del Ejército británico, que lleva a África aquellos incunables para someterlos a toda clase de perrerías, de manera que el grueso desaparece en el continente africano. De ese grupo queda el que fuera matriculado con la placa HUE 166, el Land Rover más famoso de la marca, y que se conserva impoluto dado que nunca salió de fábrica.

Apenas un año después del encuentro de los dos hermanos en la granja, el Salón del Automóvil de Amsterdam abre sus puertas el 30 de abril de 1948 para sorprender al mundo con aquella suerte de tractor doméstico. Eran tres prototipos que dejaron su impronta en aquella cita holandesa. Ahí arrancó la leyenda.

En 1949 sale a la venta como Land Rover Serie I, y desde ese mismo momento el Ejército de Reino Unido encarga su propia flota con prestaciones específicas. A medida que se entra en producción se van añadiendo o modificando detalles, a modo de un Lego que se va adaptando a mil destinos, creando, entre otros muchos tipos, el Station Wagon de doble techo, o techo safari, dos lonas separadas entre sí unos pocos centímetros para amortiguar el calor de los países del trópico, una solución tan simple como efectiva que en el futuro también se adaptaría a los de techo de aluminio.

El vehículo se amolda a lo que hiciera falta. Con pescantes para actuar como grúa. Con orugas para sortear la nieve. E incluso a llanta limpia, para convertirlo en una especie de locomotora para remolcar vagones por las líneas férreas. Bomberos, agricultores que le incluyen aperos de labranza, policía..., no hay gremio que no incorpore una unidad en sus garajes, tanto en Reino Unido como en el resto del planeta, como el encargo de medio centenar de unidades para una empresa que gestiona una remota mina en Australia. La Casa Real Británica no se queda atrás, y se hace también con sus servicios, convirtiéndose con el tiempo en uno de los vehículos favoritos de Isabel II, así como de su marido, el duque de Edimburgo, al punto que ordena modificar un Defender 130, heredero de los Serie, para transportar su propio féretro.

Sus odiseas asombran al público, entre otras, por la emisión de la BBC de la Oxford & Cambridge Far Eastern Expedition en la que seis estudiantes de ambas universidades se embarcan en una aventura entre los años 1955 y 1956 en dos Serie I Station Wagon que los lleva desde Londres a Singapur. Uno de los dos coches participantes de color azul es el que ilustra, aún hoy en pleno funcionamiento, la portada de este reportaje.

Ya en 1957, finalizada la producción del Serie I, irrumpe la Serie II, con una determinante mejora, el motor diésel, que incrementa su potencia, reduce consumos y mejora las prestaciones todoterreno.

La productora British Pathé da cuenta de sus habilidades en una sorprendente yincana de propietarios y propietarias empaquetados de trajes, chaquetas y corbatas salpicando barro, brincando y escalando colinas imposibles por la hasta entonces muy tranquila campiña inglesa.

En 1959 la fábrica Metalúrgica de Santana, en Linares, y ante el inesperado éxito de Rover que se ve incapaz de atender la creciente demanda, lo produce también en España, añadiendo un nuevo icono en el campo y las carreteras del país.

Norberto González, antiguo infante de Marina, y capaz de distinguir el año, modelo y tipo de Land Rover con solo ver un tornillo suelto, los conoce por primera vez «cuando por un contrato del Gobierno de España con Santana nos envían unas primeras unidades con motor de gasolina preparadas para el vadeo profundo. Venían equipadas con snorkel para la toma de admisión de aire, con un tubo de escape elevado y con una impermeabilización total del cuadro de mandos y conexiones eléctricas, de tal forma que aunque estuviera debajo del agua se podía desconectar y arrancar de nuevo».

Asegura que en realidad, «a primera vista no enamora, pero cuando lo conoces es imposible deshacerte de él. Es tosco, el brazo se golpea con la puerta, que es metálica, los pedales están desplazados a la derecha, la dirección tiene holguras y es incómodo, pero engancha a tal punto que sigue toda la vida contigo. Hay quien dice que es como cuando te compras unos bonitos zapatos nuevos, pero los que en realidad te pones son los ya desgastados que tienes en casa».

Con el transcurso de los años se va refinando. Los faros pasan a los guardabarros por exigencias de seguridad e incluso el Serie III, que sale al mercado entre 1971 y 1985 ofrece la posibilidad de dotarlo con un motor de gasolina V8 de 3,5 litros. Las ventas se acumulan y para 1966 hay medio millón de entusiastas con las llaves de un Land Rover.

Ni siquiera la quiebra de la empresa logra parar su producción, de forma que en 1967 pasa a manos de British Leyland. Menos de diez años después llega al millón de unidades hasta que en 1981 la empresa suministra patrocinio y vehículos para el Camel Trophy, lo que supuso un enorme espaldarazo para el modelo, ya que elevó la imagen de los todoterrenos de simples herramientas a objetos que evocan la aventura.

Con la introducción del Discovery pasa a denominarse Defender, en tres sabores según la distancia de ejes, el 90, el 110 y el kilométrico 130, todos con sustanciales mejoras, como los frenos de discos o la dirección asistida, lo que de alguna manera los civiliza un poco más.

Pero llega 2016 y se suspende la producción, tras 68 años de historia. Y con ello revienta la fiebre. Así, del primer ejemplar vendido por 450 libras, se pasa al último Defender, el dos millones, que se subasta por 400.000 libras.

Charles Fawcett, que modifica los Land Rover bajo la marca Twisted, lo vio venir. Adquiere 200 Defender 110 que forman parte de uno de los últimos lotes de la cadena de montaje por 40.000 euros la unidad. A día de hoy, tras implementarle un programa de mejoras, sus precios giran en torno a los 200.000 euros el ejemplar.

Otros preparadores como Arkonik, Himalaya o Everrati transforman pura chatarra abandonada en joyas de seis cifras, como ocurre con Overfinch, que ofrece un 110 de 1992 por 420.000 dólares, para escándalo de los más puristas, que nunca imaginaron un humidificador de puros o un sutil enfriador para champán Shipwrecked en la trasera de su rústica pick-up.

Algo que ha entendido a la perfección el preciosista orfebre portugués Ricardo Pessoa, con sus Cool & Vintage, obras de culto, con apenas unos pocos ejemplares al año, y que construye citando a Saint-Exupéry: «La perfección se logra, no cuando no hay nada más que agregar, sino cuando no queda nada que quitar».

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