Nomadland, la película del año, se parece a ratos a una taza de Míster Wonderful a la que han echado unas gotas de amargor. La banda sonora new age de Ludovico Enaudi, la árida hermosura de los paisajes y los dolidos silencios de Frances McDormand convierten este viaje por la fachada desvencijada de Estados Unidos más en una aventura de reencuentro personal y con la naturaleza que en el rastreo realista de un fenómeno social preocupante, fruto del colapso en 2008 del gran casino de las finanzas internacionales. Los protagonistas de la verdadera Nomadland no son la reencarnación del espíritu de los pioneros americanos —al Oeste, siempre hacia el Oeste—, como se sugiere en el filme. La verdad desnuda y muy preocupante sobre los nómadas del siglo XXI está en el libro de la periodista Jessica Bruder en el que está basada la película, editado en España por Capitán Swing bajo el título País nómada. Supervivientes del siglo XX. En estas páginas, sin melodía inspiracional de Enaudi, se cuenta cómo miles de personas (no hay datos oficiales), una mayoría de más de 65 años, han tenido que echarse a la carretera para vivir en artefactos rodantes de todo tipo. Ya no pueden pagarse una casa; son gente que debería estar disfrutando de su jubilación. Pero para poder subsistir aceptan empleos eventuales mal pagados y que requieren el esfuerzo físico de un joven. «Empleos de esclavo». Estadounidenses machacados por un sistema que, además, ha logrado que ellos mismos se autoinculpen por no haber alcanzado el sueño americano. Eso es lo que hay detrás de la belleza publicitada del filme Nomadland y sus dos gotitas de amargura.

Este es el punto de partida del viaje, según Bruder. «Millones de estadounidenses se debaten con la imposibilidad de llevar una vida tradicional de clase media. Las facturas sin pagar se acumulan en las mesas de la cocina de muchos lugares de todo el país. Se repiten y se repasan una y otra vez los cálculos, hasta el agotamiento y, a veces, hasta las lágrimas. En la brecha cada vez más ancha que separa el debe del haber se perfila una pregunta: ¿a qué partes de nuestra vida estamos dispuestos a renunciar para poder seguir viviendo? La mayoría de quienes se enfrentan a este dilema no acabará viviendo en un vehículo. Quienes lo hacen cumplen un papel parecido a lo que en biología se llama ‘especie indicadora’, organismos sensibles a la capacidad de indicar la presencia de cambios de mucho mayor calado en el ecosistema». Bruder se pasó tres años siguiendo a los nómadas del siglo XXI (algunos salen en la película encarnando a su propio personaje) y esta es la conclusión: echarse a rodar por la vida no tiene que ver con la búsqueda de la libertad; es la defensa de los desvalidos ante un sistema que destruye a las personas.

Los nómadas estadounidenses son fruto de la colisión brutal entre unos alquileres al alza y unos salarios estancados. O víctimas de aquel dogma, también muy extendido en la España del ladrillo, de que, por muy elevada que fuera la hipoteca que uno adquiriera, siempre podría vender la casa y ganar dinero. Porque el precio de la vivienda siempre estaría al alza. Hasta que todo estalló. Bruder insiste en que no hay datos fiables de la población real de Nomadland, pero sí hay indicadores. En 2011 (la primera edición americana del libro es de 2018), The New York Times calculaba que habría 1,2 millones de viviendas embargadas ese año y constataba que, al tiempo, las ventas de caravanas habían subido un 24 por ciento.

El País nómada nace sobre las cenizas que dejó la gran estafa financiera americana. Bob Wells, uno de los gurús de este movimiento de aves migratorias, que sale en la película interpretándose a sí mismo, trata de dar consuelo a sus desheredados rodantes. En una sociedad que cree firmemente que, si no te has hecho rico, es que algo malo habrás hecho o dejado de hacer, Wells centra el tiro y los descarga de culpas: «Hubo un tiempo en que teníamos un contrato social que establecía que, si una persona cumplía las normas y estudiaba, conseguía un empleo y trabajaba duro, todo iría bien. Ya no es así, uno puede hacerlo todo bien, cumplir exactamente con lo que espera la sociedad y, aun así, acabar arruinado, solo y sin casa». Bob cree que instalarse en una caravana es una forma de «objeción de conciencia» frente a un sistema que les ha fallado, una forma de renacer «para llevar una nueva vida libre y aventurera».

Libertad y aventura según se mire. Según la época del año los nómadas trabajan en la recolección de la fresa en Vermont, de manzana en Washington o de arándanos en Kentucky, controlan el acceso a los campos de petróleo de Texas, o atienden los puestos de franquicias en la Super Bowl o las zonas de acampada y parques de caravanas en el Gran Cañón del Colorado o las cataratas del Niágara. También conforman en buena medida el ejército de eventuales que Amazon contrata para sus centros logísticos en temporada alta, como Navidad. Son los nuevos elfos de Papá Noel.

País nómada, el libro, se detiene en la legión de trabajadores y nómadas que llegan con sus autocaravanas, remolques y furgonetas al centro que Amazon tiene en Fernley (Nevada). Llegan a comienzos de otoño y se van cuando todos los regalos de Papá Noel están ya en camino. No son precisamente jovencitos: «Muchos de los trabajadores de Amazon pasaban de los 60 o los 70 años, la mayoría habían recorrido centenares de kilómetros y soportado el control de antecedentes penales, análisis de detección de la presencia de drogas en la orina, para tener la oportunidad de ganar 11,50 dólares a la hora más un complemento por las horas extraordinarias en un puesto de trabajo temporal como auxiliares de almacén», describe Bruder. Allí estaban, con sus hogares sobre ruedas «que no estaban diseñados para sostener la vida con temperaturas bajo cero». Tampoco sus cuerpos estaban ya listos para un trabajo «en turnos de 10 horas o más durante las cuales pueden llegar a recorrer más de 20 kilómetros sobre suelos de cemento mientras te acuclillas, te agachas, te inclinas, alargas el brazo o te encaramas para identificar, seleccionar y colocar en cajas las mercancías». Los amazonianos tendrán que levantar pesos de hasta 25 kilos con temperaturas superiores a los 30 grados centígrados. Algunos, en tres meses de trabajo, pierden más de 12 kilos de peso. En sus facebook contaban experiencias como esta: «Es fácil perder peso cuando caminas media maratón diaria, con la ventaja adicional de que luego estás demasiado cansada para sentarte a comer». Había quien alardeaba de haber recorrido más de 750 kilómetros en diez semanas de trabajo. Otro presentaba un registro de fitbit con 1.200 kilómetros en doce semanas y media. Los antiinflamatorios corrían; de hecho, hasta la propia empresa los suministraba casi a granel. En un folleto de Amazon para captar eventuales era todo precioso: «Estarás rodeado de campistas como tú en un ambiente que favorece las nuevas amistades y el reencuentro con antiguos amigos, compartiendo buenas comidas, buenos relatos y buenos ratos en torno a una hoguera o mesa, algo que, según cómo se mire, vale más que el dinero». Empleos eventuales, sin sindicatos, con trabajadores «que están demasiado cansados para relacionarse entre ellos una vez finalizado su turno»...

Así lo vio Jessica Bruder: «A veces me parecía estar visitando una sucesión de campos de refugiados de la postrecesión, lugares de último recurso a los que iban a parar las y los estadounidenses expulsados de la fuerza de trabajo tradicional por lo que se ha descrito como una ‘recuperación sin creación de empleo’. (…) Empecé a ver progresivamente los campamentos de Amazon como un microcosmos de una catástrofe nacional. En los parques de caravanas abundaban las personas que habían caído muy por debajo de su nivel de vida de clase media (y perdido) todas las comodidades que siempre habían dado por sentadas».