Tal como reseñan en su extraordinario trabajo al respecto de este tema Víctor García Nieto y Justo Hernández, en Canarias se conocía el método de prevención a través de la viruela de las vacas descubierto y desarrollado por el médico inglés Edward Jenner (1749-1823) quien, en su práctica diaria en la localidad de Berkeley, Gloucestershire, había advertido que las personas que por su contacto con ganado vacuno contraían la viruela de estos animales demostraban después una inmunidad a la padecida por los seres humanos, que a finales del siglo XVIII era una de las principales pandemias de la humanidad. Por ello y por la relación del Archipiélago con Inglaterra y otros lugares donde comenzaba a desarrollarse el método de Jenner, comenzó a ponerse en práctica en nuestra tierra aunque también es verdad que con muchos recelos y dificultades para superar los miedos que suscitaba ese método en la población isleña, por lo que esas primeras experiencias aparecen siempre ligadas a personas de las clases altas, conocedoras de experiencias idénticas realizadas en Inglaterra o en el mismo territorio español.

El método de la inoculación se practicaba desde siglos en el Lejano y Medio Oriente y se conoció en Europa gracias a lady Mary Wortley Montagu, hija del primer Duque de Kingston (1689-1762) y esposa del embajador inglés en Turquía. En una carta suya afirmaba: “... la viruela, tan mortal y habitual entre nosotros está aquí casi erradicada ... hay un equipo de ancianas que cada otoño en el mes de septiembre cuando el calor remite se dedican a preguntar en qué familia ha habido viruela ... las ancianas vienen con una nuez llena de viruela y ... ponen una pequeña cantidad de viruela ... estoy tan segura del experimento, desde que lo probé con mi hijo pequeño. Soy lo suficientemente patriota como para traer esta útil invención a Inglaterra”.

Su teoría interesó en tal medida a la princesa de Gales, que hizo lo mismo con sus dos hijas y dirigió experimentos con presos y huérfanos. El éxito obtenido en todos los casos no fue suficiente para evitarle la oposición de la Iglesia y de la clase médica que siguió desconfiando del método. No obstante, Jenner sí le prestó atención y comenzó a realizar experimentos que durarían veinte años hasta que en mayo de 1796, tratando de demostrar su teoría, extrajo pus de la mano de Sarah Nelmes, una lechera que se había contagiado de la viruela vacuna e inoculó de la misma al niño James Phipps. Éste desarrolló una insignificante enfermedad sin la menor complicación por lo que el 1 de julio del mismo año se le inoculó la viruela humana mediante pequeñas incisiones en la piel sin que el niño llegase a enfermar.

Así se llevó a cabo la primera experiencia médica en el campo de la vacunación.

En Canarias, el lagunero III Vizconde del Buen Paso, Juan Primo de la Guerra, escribía antes de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna: “Mi madre ha hecho vacunar al chico de la criada Nicolasa, le hizo la inoculación y le ha asistido don Domingo Saviñón. Se le han presentado tres viruelas mayores que las comunes, y que forman debajo un tumor de alguna consistencia. Ha seguido su curación con la misma felicidad que los demás niños del país, en quienes se ha ejecutado este descubrimiento”; o el mismo alcalde del Puerto de la Cruz José Álvarez Rixo, cuando deja constancia de que “en diversas etapas que trájose a este Puerto el pus de la vacuna por primera vez en dicho año de 1803, por suscripción de los vecinos pudientes, vacunándose trescientos noventa y cinco niños, antes que la hubiese remitido nuestro Soberano... y se continuó esta benéfica operación en abril del año siguiente de 1804”.

Entre estas personas adelantadas en aplicar soluciones y desbancar los temores destacó el regidor de Gran Canaria Isidoro Romero y Ceballos, nacido en Caracas de familia isleña en 1751 y que después de muchos avatares familiares —y “habilitado ya en la facultad de Leyes”— vino en 1772 desde la Península a Gran Canaria para ocuparse de controlar sus extensas propiedades. Casado con Josefa Magdaleno Estrada Sánchez tuvo once hijos de los que le sobrevivieron siete. Todos ellos fueron inoculados por su padre sucesivamente y contra la opinión de todos a lo largo del último tercio del siglo XVIII. Como curiosidad, en Venezuela sería el tinerfeño Juan Perdomo Bethencourt quien aplicaría la vacuna en la ciudad de Caracas durante la epidemia de 1786.

Gracias al Diario de Isidoro Romero sabemos por ejemplo que después de 21 años sin padecer el ataque de la viruela, en el mes de agosto de 1780 quedó la ciudad contagiada de este mal por dos hombres procedentes de Tenerife, y aunque en el mismo diario se aclara que “no fueron virgüelas, sino chinas” lo verdaderamente interesante fue la determinación que tomó: comenzó la inoculación en personas sanas con secreciones de otras que habían padecido la enfermedad por el método llamado variolización aunque, tal como él mismo aclaraba, su propuesta tuvo “antes de empezarse a ejecutar un partido muy contrario en esta ciudad, que hablaba de ella como de un proyecto contrario a las máximas de la religión y de la humanidad”. No obstante, convencidas por la mejoría que se observaba en muchos casos, más de 150 personas consintieron en inocularse de otros enfermos. De los 150, sólo fallecieron dos niños de pecho. Podemos suponer que el consentimiento obtenido para ello se basaría en el prestigio que Romero tenía en la sociedad isleña, y de ello resultó que ésta “fue la primera vez que en Canaria se practicó semejante proyecto, siendo yo uno de los que lo practiqué con bastante felicidad, gracias a Dios y a la intercesión de Nuestra Señora del Pino”.

Con un espíritu científico extraño en esta época anotó cada una de las fases que observaba, los días en que comenzaban las pústulas, cuánto tiempo tardaban en comenzar a mostrar calenturas o cuándo se caían las caspas o debían colocarse los parches. Sin miedos ni temores injustificados. Avanzando con la experiencia.

Y se tuvo ocasión nuevamente de demostrar lo útil que le eran sus anotaciones siete años más tarde, en 1787, cuando aparecidos unos casos en las cuevas del Castillo de Mata los utilizó bajo su propia responsabilidad para inocular y proteger a tres de sus hijos. Junto a esta preclara y científica clarividencia nos ofrece también remedios de otra época pero que, saliendo de donde salieron, tienen el atractivo de significar en nuestra tierra un intento de liberarse de este mal: “Se olvidó prevenir que para lavar los ojos de los virgüelientos se hace un cocimiento de linasa, sevada blanca, asafrán de la tierra y malvao; y para gárgaras otro de lantén, cabesas de rosas y sevada, y para suavizar la garganta lamedor de moras; y para precaver el que salgan por dentro de ella se pone desde la 3ª calentura, quando quieren empezar a pintar, un poco de asafrán de fuera por devajo de la varva, en el gañote, que toque a la carne, sugetándolo con un listón ancho de lienzo”.

Estas personas que vieron el avance que suponía la inoculación fueron la vanguardia que conformó el sustrato para poder aplicarla masivamente en una sociedad muy marcada por la incultura y el temor a todo lo desconocido.

A partir del siglo XVII, el aumento de la virulencia de la viruela la convirtió en lo que había sido la peste en el medievo y supuso una preocupación sanitaria de primer orden, es decir, se transformó como afirman Emilio Balaguer y Rosa Ballester en una auténtica enfermedad social en el sentido que le otorga la epidemiología histórica a ese término: un tipo de enfermedad con repercusiones objetivas y subjetivas alarmantes para toda la sociedad. Para toda la humanidad. Ello se afirmaría de tal manera a lo largo del XVIII que el médico irlandés afincado en España Timoteo O’Scanlan escribía en 1792 sobre las viruelas: “Son una guadaña venenosa que siega sin distinción de clima, rango, ni edad, la cuarta parte del género humano, constando por repetidas observaciones que la décima cuarta parte de cuantos anualmente pierden la vida son sacrificadas a esta cruel hydra”.

Con esas mismas experiencias y un concepto claro de la viruela, Edward Jenner continuó trabajando pese a muchísimos detractores y así descubrió que la vacuna se podía transferir entre seres humanos sin perder estas cualidades inmunizadoras. Todas sus teorías y las conclusiones de su trabajo fueron divulgadas por el mismo Jenner que en un primer momento continuó sin recibir el apoyo de los científicos ni del clero en su propio país ni en otros países europeos. El que se manifestó como férreo defensor de sus teorías fue el francés Jacques-Louis Moreau de la Sarthe, autor del libro Traité Historique et practique de la vaccine que en marzo de 1802 sería traducido al castellano.

En España sería Francisco Xavier de Balmis i Berenguer, nacido en Alicante en 1753 y cirujano honorario de cámara del rey Carlos IV el encargado por la Corona de hacer posible el proyecto de la Real Expedición.

Este monarca, afectado por el fallecimiento de su hija la infanta María Teresa por esta enfermedad, para dar ejemplo ordenó el mismo año inocular a sus hijos y, demostrando una visión muy superior a otros gobernantes de su época pese a la imagen que de él nos ha dejado la historia, puso en sus manos la organización de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna a América y Filipinas, que pretendía erradicar la viruela de todos los dominios de la Corona Española, forjando con su decisión el inicio de la primera vacunación a nivel mundial de toda la historia de la humanidad.

Para ello se publicó en la Gaceta de Madrid una Real Orden, que aclaraba las intenciones del monarca:

“Deseando el rey ocurrir a los estragos que causan en sus dominios de Indias las epidemias frecuentes de viruelas, y proporcionar a aquellos sus amados vasallos los auxilios que dicta la humanidad y el bien de estado, se ha servido resolver que se propague a ambas Américas, y si fuera posible a Filipinas, el precioso descubrimiento de la vacuna, acreditado como un preservativo de las viruelas naturales”.

Así mismo ordenó también obtener los gastos de la Real Expedición de las arcas públicas por medio de un edicto encaminado a que los funcionarios y autoridades del clero de los territorios españoles apoyaran a Balmis en sus propósitos. A Balmis le acompañarían los ayudantes Dr. José Salvany y Lleoparte, Manuel Julián Grajales y Antonio Gutiérrez y Robledo, los cirujanos Rafael Lozano Pérez y Francisco Pastor Balmis, los enfermeros Basilio Bolaños, Ángel Crespo y Pedro Ortega, y una única mujer, Isabel Sendales o Zendal, enfermera coruñesa, rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña y madre de uno de los llamados “22 ángeles”, cuya misión radicaba en atender a los niños y estar alerta para que no se rascaran las heridas, ya que el virus se mantenía vivo pasándolo de niño a niño siguiendo la técnica “brazo a brazo” de Jenner. Debía cuidarlos tal como establecía el monarca para que fueran “bien tratados, mantenidos y educados, hasta que tengan ocupación o destino con que vivir, conforme a su clase y devueltos a los pueblos de su naturaleza, los que se hubiesen sacado con esa condición”. Queda para otro escrito el incumplimiento en los años siguientes de esta voluntad de Carlos IV.

El proyecto de Balmis fue aprobado el 23 de junio de 1803 y en su hoja de ruta titulada Derrotero que debe seguirse para la propagación de la vacuna en los dominios de Su Majestad en América ya se especificaba su inicio en Canarias. La expedición partió de la Coruña el 30 de noviembre de 1803 en la corbeta de doscientas toneladas María Pita que zarpó del puerto coruñés. El barco iba cargado con lienzo para vacunaciones, 2.000 pares de vidrios para mantener el fluido de viruela de vacas, barómetros, termómetros y 500 ejemplares de la traducción de la obra Traité Historique el practique de la vaccine realizada por el médico del Real Colegio de Madrid Pedro Hernández. Su primera escala se produjo diez días más tarde en el puerto y villa de Santa Cruz de Tenerife. El obispo de entonces Manuel Verdugo y Albiturría apoyó totalmente el proceso de vacunación de la población canaria con lo que las reticencias que existían fueron fácilmente superadas.

Así, frente a actuaciones como la de José Álvarez de Ledesma, escribano del Ayuntamiento del Puerto de la Cruz, que intentó difundir un manuscrito con el que “quería probar que impidiéndose los estragos de la viruela, se resiste la voluntad de Dios, y de consiguiente se atrae su ira a quien se valga de aquel remedio”, aparecía por ejemplo el apoyo del clero más ilustrado, que se vio en hechos como el de que el Beneficiado de Santa Cruz de La Palma Manuel Díaz exhortara a sus feligreses para que se aprovecharan de los beneficios de la vacuna, recordándoles los luctuosos días por los que había pasado la Isla en 1787 y 1788 a consecuencia de la viruela y asegurándoles que quedarían superados con aquel avance científico del que tenían el honor de disfrutar.

El oobispo Manuel Verdugo encargó a su médico personal, el genovés Juan Bautista Bandini Gatti la ‘Breve instrucción para los que se dedican a vacunar en los campos donde no hay profesor revalidado’ un interesante escrito que indicaba los pasos para extender la vacuna de la viruela de una forma claras y metódica (a la derecha). El apoyo que entonces prestara Verdugo a la vacunación ayudó a superar los temores que la ésta provocaba en la población canaria.

El 10 de diciembre de 1803 el María Pita llegaba a la bahía de Santa Cruz de Tenerife y con él todos los recursos humanos y de intendencia que harían posible la campaña de vacunación contra la viruela en los territorios del imperio español y Portugal comenzaron a moverse. Tal como aparece en el estudio que realizara al efecto Carlos Cologan Soriano, se dejó constancia de la llegada y sus circunstancias.