A lo largo de la mayor parte de la historia, la alimentación ha sido entendida como una característica humana primitiva, una necesidad de la evolución: la materia base del instinto de supervivencia. Esta percepción resulta ser demasiado simplista. Pero cuanto más aprendemos sobre el sabor, más nos damos cuenta de lo sencillo que es manipularlo. Un engaño habitual consiste en que las opciones más saludables son, a la vez, también las más sabrosas. Aunque a la mayoría de nosotros nos gustaría pensar que tenemos paladares suficientemente exigentes, nuestro gusto es bastante fácil de engañar.

Gordon Shepherd explica en Neurogastronomy cómo el cerebro crea nuestras sensaciones de olfato y gusto. Es un error común pensar que los alimentos incluyen específicamente los sabores, contienen moléculas de sabor pero esos sabores en realidad responden a la creación de los cerebros. De no ser así los seres humanos no reaccionaríamos de forma tan distinta respecto a una comida. La literatura sobre cocina y alimentos está casi siempre mal planteada en sentido estricto cuando para simplificar la comprensión de las cosas decimos o escribimos, por ejemplo, que una manzana tiene buen sabor. A diferencia de otras experiencias sensoriales —ver, oír o tocar— los receptores responsables de la creación de olores y sabores del cerebro no reaccionan a formas específicas, como los objetos y pinturas que estimulan nuestro sistema visual o las ondas de sonido actúan sobre nuestro oídos. El proceso de percepción es multisensorial e interactivo.

La pregunta que podríamos hacernos es cómo se las arregla el cerebro para inventar el sabor o el olor de un vino, de un queso o de un perfume. Cuál es método que sigue para convertir las combinaciones de sustancias químicas en percepciones sensoriales tan agudas. Partiendo de las propiedades gustativas, dulce, salado, ácido, amargo y umami se encuentra la respuesta. Las moléculas que el cerebro percibe como amargas se unen a los receptores amargos de la lengua, las saladas a los propios de la sal y así sucesivamente, de manera que las llaves van encajando una a una en las distintas cerraduras.

La fusión del sentido del gusto con el olfato origina los sabores de alimentos y bebidas. Sin embargo, la importancia fundamental del olfato en la producción de sabor no suele reconocerse porque tampoco somos del todo conscientes de que es la combinación misma la que lo fomenta. Ni el gusto ni el olfato por sí solos tienen la cualidad del sabor. De hecho, los olores más importantes que influyen en el sabor son los retronasales; las imágenes olfativas retronasales interactúan en el cerebro con una amplia gama de estímulos, incluidos el sonido, el tacto y los mecanismos utilizados para masticar los alimentos. Precisamente un olor retronasal, según el autor de Neurogastronomy, trajo una de las mejores imágenes visuales de la literatura universal en Proust y la construcción del recuerdo de Combray. Todo comenzó con una sensación del sabor de su magdalena sumergida en el té.

El sabor es en gran parte consecuencia del olfato; pero muy pocos son conscientes de que el primero es una invención del cerebro que surge del olfato y del gusto. Está el viejo experimento de colocar un caramelo en la punta de la lengua y pellizcarse, a la vez, la nariz. Si bloquea con éxito la entrada de aire a sus fosas nasales, no notará que el caramelo es dulce. Si luego suelta la nariz y deja que entre aire, de repente le devolverá su sabor. Shepherd cuenta cómo con esta simple jugada se determina que no hay sabores sin olores. La capacidad de identificarlos en cualquier tipo de comida proviene del sentido del olfato.

Los sabores de los alimentos, especialmente los derivados del azúcar, la sal y la grasa, son esenciales para nutrir nuestro deseo de seguir comiendo. Podemos acostumbrarnos rápidamente a uno determinado y, en consecuencia, nuestro deseo de consumir, por ejemplo, chocolate puede disminuir rápidamente. Los productores de comida rápida son los primeros empeñados en introducir nuevas moléculas de sabores para mantener el interés comercial por un producto. Los centros corticales responsables de los derroches alimentarios son los mismos que impulsan el ansia de consumir cocaína o cualquier otra droga.

Nuestros mundos perceptivos conscientes, por tanto, son una consecuencia de las combinaciones de información sensorial del cerebro. Este combina el gusto y el olfato para darnos sabor, así como la cantidad de luz reflejada en diferentes longitudes de onda para ofrecernos color. En otro famoso experimento de 2001, los catadores de vino utilizaron términos muy diferentes para describir el sabor de un tinto en comparación con el de un blanco. Para ello colorearon el vino blanco con un tinte rojo insípido. Cuando se pidió a los catadores que describieran el resultado, un panel de 54 estudiantes universitarios matriculados en la Facultad de Enología de la Universidad de Burdeos, todos ellos con experiencia en este tipo de pruebas, describieron el vino coloreado artificialmente utilizando los mismos términos que habían utilizado con anterioridad para referirse al verdadero vino tinto.