Se conmemora este año el 55 aniversario del estreno internacional de Bella de día (Belle de jour, 1966), probablemente, la película por la que más tinta se ha derramado entre los exégetas del maestro aragonés desde los sonados escándalos ocasionados por La edad de oro (L´âge d´or, 1930) y Viridiana (1961), sus trabajos más controvertidos. Se trata sin duda de uno de las películas más inclasificables, obsesivas y enigmáticas de su no muy extensa filmografía sobre el que, además, se vertieron en su día los comentarios más disímiles, tras ser vetada por el Festival de Cannes “por su insuficiencia artística” (sic) y recibir, ese mismo año, el Leon de Oro de la Mostra de Venecia en reñida pugna, nada menos, que con La Cina è vicina, de Marco Bellocchio; La chinoise, de Jean-Luc Godard; Edipo rey (Edipo Re), de Pier Paolo Pasolini y El extranjero (Lo straniero), de Luchino Visconti.

Este éxito tan insospechado al que se le sumó el consiguiente ruido provocado por una historia dotada de una notable carga transgresora, así como la presencia como protagonista de la subyugante y siempre misteriosa Catherine Deneuve, una de las estrellas más cotizadas del momento, le proporcionó al filme un plus de comercialidad absolutamente inesperado en la austera y muy personal trayectoria artística de este director, transformándose, durante algunos meses, en uno de los cineastas más taquilleros del cine francés, fenómeno que, naturalmente, no volvió a repetirse durante el resto de su carrera.

La película, inspirada en una novela homónima del escritor germano argentino Joseph Kessel, editada con gran escándalo el mismo año en que se estrenó en París la no menos polémica Un perro andaluz (Un chien andalou, 1929), de Buñuel, narra las peripecias de Séverine (Catherine Deneuve), una joven e inmaculada esposa de la alta burguesía parisina que se prostituye todas las tardes de 2 a 5, respondiendo a un extraño e irreprimible impulso de escapar de una vida rutinaria y gris junto a un marido al que quiere y respeta pero ya no desea.

En un elegante y sofisticado prostíbulo, Séverine conoce a personajes de todo tipo y condición: un delincuente huraño y desconcertante (Pierre Clementi), que se enamora perdidamente de ella e intenta asesinar a su marido, un aristócrata pervertido (George Marchal); un taimado viajante de comercio asiático (Iska Khan) y a un íntimo amigo de su esposo (Michel Piccoli), que frecuenta desde hace años la casa del matrimonio. Pero algo nos dice también que todo lo que le ha sucedido a la desdichada Séverine, sus pesares, sus inquietudes, sus prejuicios sociales, sus miedos, han podido ser simplemente el fiel reflejo de una cruel e incómoda pesadilla a la que Buñuel envuelve con un tono visual donde no faltan ni la crueldad, ni la humillación ni el dolor ni la violencia.

Habituado a construir situaciones donde la ficción adopta a menudo una cierta apariencia equívoca, el autor de Tristana (1970) nos introduce en el subconsciente de Séverine mostrándonos la doble vida, aparente, de una joven y acomodada burguesa que se sorprende ante una vida interior que termina escapando a su control y que la lleva a un terreno ignoto de la moral donde el deseo, el placer y la curiosidad terminan confundiéndose en un continuo vaivén de contradicciones desde el cual intenta huir de su ya caducada relación matrimonial. Pero nada de esto es nuevo en la obra del genio de Calanda, ni siquiera las oportunas notas de humor negro con las que salpica algunas de las secuencias capitales del filme.

La frágil frontera que separa los sueños de la realidad, esa frontera porosa donde los deseos más profundos se enfrentan a las convenciones, fue siempre el territorio por el que transitaron la mayoría de los personajes de la filmografía buñuelesca. Desde su explosivo debut con Un perro andaluz, de cuyo escandaloso estreno en la capital francesa se cuentan las anécdotas más jugosas y surrealistas, hasta Ese obscuro objeto del deseo (Cet obscur objet du désir, 1977), su filme testamentario, Buñuel mostró, a lo largo de más de treinta títulos, una actitud poco favorable hacia el realismo y muy proclive en cambio a la especulación de todo lo relacionado con el mundo del subconsciente, creando así una suerte de universo del que surgen imágenes de un impacto visual fulminante, imágenes permanentemente vivas que reclaman nuestra mirada con la que un entomólogo examina la conducta de los insectos, es decir, participando de un apasionante y oscuro proceso de gestación.

De ahí que muchas de sus películas, incluyendo las de su etapa mexicana, sigan resistiéndose a cualquier clasificación convencional pues la materia intelectual de la que están hechas es, además, tan sugestiva y compleja como pueden serlo los lienzos de Paul Klee, las figuras de Fernando Botero o las inimitables composiciones de Igor Stravinsky. Y Belle de jour, excelentemente editada en formato digital por la Universal, constituye, en este sentido, una prueba la mar de elocuente de que el suyo sigue siendo un discurso de absoluta vigencia, un discurso sin fecha de caducidad que nos emplaza permanentemente a un terreno de la vida donde ficción y realidad, verdad y mentira, sueño y vigilia, son distintas ramas de un mismo tronco que van configurando nuestra existencia cotidiana en este desconcertante mundo en el que nos tocado vivir.