Aunque lleva años entregado a la escritura, su gran pelotazo lo dio con ‘La cocinera de Castamar’, historia que recientemente se adaptó a una serie de televisión. Fernando J. Múñez (1972, Madrid) vuelve a intentarlo con ‘Los diez escalones’, una novela de misterios en la España del siglo XIII. 

¿Qué hay dentro de ‘Los diez escalones’?

Los temas que trato en la novela siguen la estela de La cocinera de Castamar, pero en esta ocasión viajó un poco más atrás para irme al siglo XIII...

La literatura tiene eso, uno/a se mete en la ‘máquina del tiempo’ y es capaz de irse de cruzadas, ¿no?

Ja, ja, ja... La verdad es que me interesaba más una historia medieval porque esa es una sociedad que me permitía hablar más de lo que quería. Los diez escalones gira en torno a Albar León de Lara, que es un noble castellano y cardenal obispo de la curia de Roma, que acaba de recibir una carta de su antiguo tutor de la abadía de Urbión... Este le pide que regrese, pero esa es una decisión difícil que está llena de aristas sentimentales porque allí dejó a la mujer que amó durante mucho tiempo...

¿Y vuelve?

Sí, vuelve. En la abadía sufrió una historia de amor no vivido muy potente, más pasional y menos amable que lo que nos transmite Castamar, pero desgarrada. Su maestro le cuenta que ha descubierto algo llamado los diez escalones y cuando se presenta allí es recibido con frialdad, como si nadie supiera que el abad lo había reclamado, y ese es el punto de partida para que se desencadenen muchas tragedias.

¿Eso suena a ‘El nombre de la rosa’?

(Risas) Sí que hay un homenaje de peso a El nombre de la rosa, pero no solo a la obra literaria sino a la película de Jean-Jacques Annaud, que es una maravilla. En este libro hay tres ejes fundamentales: la sociedad jerarquizada del siglo XIII, la forma en la que entendían la vida en el medievo y la intolerancia en general, no solo la religiosa.

¿Hay historia para superar lo que hizo con ‘La cocinera de Castamar’?

Yo escribo por necesidad...

¿Es una necesidad vital o una necesidad económica?

(risas). Primero es una necesidad vital, pero es lógico que ese impulso lo quiera transformar en una necesidad económica. Uno tiene que irse a la cama y despertase a la mañana siguiente pensando en aquello por lo que siente una gran vocación vital y la mía hace muchos años que gira alrededor del mundo de la literatura. Un trabajo de ocho a tres me daría menos disgustos, pero soy escritor.

El Castamar de papel es «algo» distinto al Castamar adaptado al lenguaje televisivo.

Sí que existen esos matices de los que me habla... Yo soy el coproductor ejecutivo de la serie y, sinceramente, cuando llegó el momento de ceder los derechos de la obra para que adaptarla a la televisión entendí que había que separar las dos cosas. La obra audiovisual no es mi obra, es un proyecto que hace otra persona derivado de la historia que yo escribí, pero en la que influyo para que se haga de una determinada manera. No soy uno de esos autores que se apegan demasiado a su novela y se muestran críticos porque no ve reflejado lo que hizo... No me molesta que mis libros sufran cambios en una serie de televisión. Puedo estar más o menos de acuerdo, pero esa es una tarea que no me corresponde.

¿Cómo se levantó un madrileño el día después de que Ayuso Arrasara en las urnas?

Con la sensación de que vivimos en democracia y que la gente es libre de votar lo que más le convenza. Al margen de ese sentimiento de libertad, lo que más me gustaría a partir de este momento es que todo se relajara un poco más porque hemos vivido un proceso electoral con poco diálogo y mucho ruido. Entender y tolerar las ideas de otros, que es un mensaje que aparece grabado a fuego en Los diez escalones, es un tesoro cada vez más apreciado en una sociedad dominada por la bulla.

¿Cree que ese «ruido político» ha venido para quedarse?

Es evidente que existe un círculo vicioso en el que participan los políticos, los medios de comunicación y la ciudadanía sobre el que conviene realizar una profunda reflexión. Hay que llegar a comprender que es legítimo que una persona pueda opinar en libertad y en una dirección que no tiene que coincidir con la mía.

Los libros que se quemaban en el medievo ahora los hemos cambiado por los votos que se «queman» cada vez que acudimos a un proceso electoral.

Si tengo que elegir, prefiero que no se quemen libros... Cuando los quemaban se daba una extraña dualidad porque por un lado teníamos a la Iglesia cerrando un gran ciclo cultural que procedía de los griegos y latinos, que había cruzado Siria, la escuela de Bagdad, Alejandría y había terminado en el Al-Ándalus, pero, a su vez, había libros que atentaban contra unas ideas que se consideraban inamovibles. Todo aquello que fuera en contra unas ideas dogmáticas acababa en el fuego. No solo había que erradicar las ideas sino a los que las tenían. Afortunadamente en 2021, al menos en España, aún no hemos llegado a esos extremos.