“Yo he sentido chispas en el estómago jugando a Pokémon. Y esa emoción me parece tan válida para un poema como, no sé, la inminencia de la muerte”. La escritora y periodista Aida González Rossi (Tenerife, 1995) forma parte de ese grupo de jóvenes voces de las letras canarias que viene pisando muy fuerte. Acaba de publicar su poemario Pueblo yo (Liberoamérica, 2020). “Es un libro sobre la búsqueda de la identidad, del propio rostro”, adelanta.

¿Cuáles son los retos que debe salvar una joven poeta para publicar sus creaciones en un mundo como este?

Pues no son pocos, la verdad. Resumiendo mucho, te diría que uno de los mayores retos es el de romper con la invisibilidad a la que nos enfrentamos cuando habitamos distintas periferias. Por ejemplo, alguien que vive en Canarias se enfrenta a retos, aun estando en unas condiciones que podrían entenderse como parecidas, a los que no se enfrenta alguien que vive en Madrid. No son solo barreras que responden a condiciones materiales: también tiene que ver con barreras que se le establecen a nuestro imaginario. Yo no siento que pueda acogerme a la tradición literaria a la que se supone que debería acogerme. Pero sí que, al empezar a plantearme la creación, intenté acogerme a ella, o, lo que podría ser un equivalente, ‘universalizar’ lo que escribía en unos términos que simplemente eran cómodos para las relaciones de poder a las que nos enfrentamos desde Canarias y también para un tejido editorial que, como te decía antes, nos invisibiliza. Para mí ha sido costoso encontrar mi voz como canaria. Como lo ha sido, por otro lado, encontrarla como mujer: una joven poeta debe enfrentarse a un proceso parecido al que te acabo de contar, pero partiendo de que las referencias que se entienden como canónicas, es decir, como indispensables, son, en su aplastante mayoría, masculinas. Mucha gente cuestiona que a día de hoy sea más difícil publicar siendo mujer. Creo que, primero, hay que mirar los datos; segundo, habría que plantearse cómo de difícil es cuestionar la tradición masculina, contradecirla incluso, hallar las nuevas formas de decir que inevitablemente se dan en la búsqueda de enunciación de un sujeto que no ha podido definirse a sí mismo, y encajar en un sistema que sigue planteándose el feminismo solo superficialmente. Para mí, eso es un reto. Y, bueno, en otro plano, creo que otra de las cosas a las que tenemos que enfrentarnos las creadoras jóvenes es el síndrome de la impostora. Este problema afecta a muchas mujeres. Hay que hablar más de ello. No es normal que yo, cada vez que logro algo, piense que no me lo merezco o que es casualidad. Ni es normal ni es cierto.

He leído que le gusta definir su forma de escribir como una expresión orgánica de su forma de pensar…

Sí. Yo siempre he intentado escribir como pienso o, lo que es lo mismo, dar con algún artificio que me permita evocar mi forma de pensar. Para mí, escribir poesía es, más que algo arraigado en mi individualidad, algo comunitario. Es decir, entiendo la escritura como una forma de darme, de participar en el mundo, de comunicarme, y no como algo que funcione en aislamiento. Empecé a escribir por eso, porque necesitaba comunicarme en un plano en el que no me sabía comunicar. La cosa se ha ido complicando con el tiempo, por supuesto, pero siempre subyace esa intención: hablar de cosas de las que solo puedo hablar así. Por eso, a lo mejor, me interesa tanto lo orgánico. También es cierto que estoy un poco obsesionada con introducir el cuerpo en la escritura, y es posible que esta idea me haya llevado también a esa tentativa de organicidad, pues escribir sobre el cuerpo implica, en el fondo, derruir el esquema cuerpo-mente que dicta precisamente que el cuerpo no tiene lugar (o que tiene un lugar secundario) en la literatura. Si intento pensar contra ese esquema, me dan ganas de escribir desde el cuerpo, es decir, dejándolo entrar en el texto. Y mi forma de pensar, la rapidez con la que lo hago cuando siento ansiedad, lo mucho que titubeo o balbuceo o todos los ratos en los que creo que estoy pensando pero en realidad solo estoy dando vueltas sobre mí misma, también forman parte de mi cuerpo. Supongo que esa es la idea de la que parto. No me da miedo escribir sobre cosas de las que no estoy segura. El pensamiento es así, la comunicación es así, también me interesan los procesos, también la indefensión que sentimos ante la duda es, creo, algo concreto.

Las redes sociales, las nuevas formas de comunicación, empiezan a reflejarse también en la creación literaria. ¿Es su caso?

Totalmente. Yo siempre digo que mi escritura es ‘escritura messenger’. Al final, los ritmos y las formas de decir de lo virtual están en nuestro ritmo de pensamiento, es inevitable. Cuando era adolescente, nos pasábamos el día hablando por el messenger; siento que eso, esa forma de aprender a hablar con alguien de forma inmediata pero sin que esa persona esté presente, ese tener que evocar el lenguaje no verbal, tener que transformarlo para que encaje en una caja de texto, está muy presente en lo que escribo. Porque está presente en mí, al final. Me parece importantísimo que aprendamos a no desechar nuestras experiencias inmediatas. Tendemos a decirnos que lo poetizable es lo elevado, lo que, al final, no está en nuestro día a día, aquello que debemos buscar hasta que demos con una emoción pura que haya que pulir hasta que sea perfecta. ¿Qué es eso? Yo eso no lo he vivido. Yo he sentido chispas en el estómago jugando a Pokémon. Y esa emoción me parece tan válida para un poema como, no sé, la inminencia de la muerte. Si no me hubiera dado cuenta de lo valioso que es aprender a bajar la poesía del altar en el que los enseñan que debemos colocarla, probablemente no escribiría. La poesía es una herramienta, no una sentencia.

Pueblo yo (Liberoamérica, 2020) está dividido en dos partes, Pueblo y Yo, háblenos de su estructura y temática.

La primera parte es Pueblo; la segunda, Yo. Pueblo yo es un libro que trata sobre sentir que no puedes escapar del lugar en el que has crecido, que estás tan ligada a él que lo reconoces hasta que te duele, y volver luego a él y que ya no te parezca propio. La primera parte, pues, se corresponde con la adolescencia. En concreto, se corresponde con mi vivencia como adolescente en un pueblo del sur de Tenerife (Granadilla). Con ese momento de mi adolescencia en el que era consciente de que tendría que irme a estudiar fuera del pueblo. Atesoraba todo sin querer porque sabía que la adolescencia se estaba acabando, pero, a la vez, sentía que la adolescencia no acabaría nunca. Estaba en un limbo y eso me hacía sufrir por partida doble. Yo se sitúa en un momento posterior, la persona poética vuelve al pueblo (no se sabe por qué) y se encuentra con que ahora tiene otras heridas. Ya no se reconoce en el paisaje, por ello se da cuenta de que no sabe quién es. Ningún marco la sujeta. Así que se busca obsesivamente en lo que tiene cerca: su cuerpo, su nombre, sus recuerdos, el deseo, las amigas… Para mí, Pueblo yo es un libro sobre la búsqueda de la identidad, del propio rostro, sobre la aceptación de que ser lo que somos por contexto no es menos agradable ni meritorio: yo soy mi pueblo porque yo lo pueblo. Creo que esa es la idea que resolvería un poco el conflicto del poemario. Hay otros temas que lo atraviesan, claro, como el deseo, la sexualidad, la vivencia del cuerpo gordo, la violencia sexual, etc.

¿Cuáles son sus lecturas favoritas?

Pues El barranco de Nivaria Tejera me parece un libro maravilloso. También Panza de burro, de Andrea Abreu, por supuesto, y Mandíbula de Mónica Ojeda. Llevo un tiempo muy obsesionada con Elena Ferrante, sobre todo con la saga Dos amigas, porque me encanta su universo narrativo y porque, además, creo que es importantísimo establecer referentes honestos de las relaciones de amistad entre mujeres. En poesía, me gustan mucho Berta García Faet, Lara Moreno, Yeray Barroso, Tomás Redondo Velo… Y ahora mismo estoy leyendo mucho a Natalia Sosa. .

Yeray Barroso, Andrea Abreu, usted.... parece que el relevo generacional literario en Canarias está garantizado.

Pues yo creo que sí. Hay muchas escritoras jóvenes y muchos escritores jóvenes de Canarias que están haciendo cosas muy interesantes. Creo que ya es hora de que se nos dé la voz que necesitamos y, por supuesto, merecemos. Es un buen momento, creo, porque ahora mismo somos muy conscientes de las barreras que nos impiden ciertas cosas y nos estamos moviendo. No solo exteriormente sino también interiormente. Me siento muy conectada a mi identidad como canaria, es más, como canaria nacida en los 90, y eso es algo que he aprendido de mis compañeras y compañeros de generación. Creo que nos nutrimos mucho.

Este año Canarias ha dedicado su Día de las Letras a Natalia Sosa Ayala. Algunos nombres deben ser reivindicados.

Por supuesto. Es injustísimo el proceso de invisibilización que históricamente han vivido las mujeres creadoras. Esto ha derivado en que los imaginarios sean masculinos, en que lo que se entiende como una ‘escritura femenina’ sea siempre catalogado como escritura poco seria o de segunda. Me pone triste pensar en todo lo que nos hemos perdido por esta asimetría. El rescate de obras es muy importante, y me alegra que, al menos por ahora, se le esté dando importancia. El caso de Natalia Sosa es interesante, además, porque es un referente totalmente alternativo: una mujer lesbiana canaria a cuya obra era casi imposible acceder antes de este rescate. Y creo que es importante, también, el hecho de que en la obra de Natalia Sosa interactúe precisamente esa opresión: si su identidad hubiera sido otra, su obra habría sido muy distinta. Y si su realidad hubiera sido otra, también. Eso, de alguna manera, contradice la idea tradicional de que la literatura es una creación individual en la que solo deben entrar las cuestiones “puras”, “intelectuales”. Hay que entender la obra de Natalia Sosa desde su identidad. Y eso es poderosísimo. Esos son los referentes que yo quiero. Tenemos que equilibrar lo que ha estado tan desequilibrado.