En 2019, cuando nadie imaginaba la pandemia y nos dedicábamos a celebrar con nostalgia el cincuentenario del momento en el que pisamos la Luna por primera vez, muchos artículos volvían al lugar común: la sagacidad de Julio Verne, el primero que nos hizo soñar con la hazaña, clavando los pormenores reales del viaje del Apollo 11. A saber, la forma del proyectil, el número de tripulantes de la nave (tres), la velocidad del despegue o el lugar del lanzamiento (Florida). Aunque los aciertos no hagan del escritor francés un profeta sino más bien un autor sensible a los conocimientos científicos de su tiempo, capaz de prever los futuribles con una ingente documentación.

Pocos saben que 20 años después de aquel éxito, un Verne sesentón y desencantado dio continuidad a aquellas dos novelas, De la Tierra a la Luna y Alrededor de la Luna, con una obra hoy un tanto olvidada, Del revés (en francés Sans dessus dessous, literalmente Sin pies ni cabeza, publicada también en el pasado como El secreto de Maston o El eje de la Tierra), que acaba de recuperar Alba y que, sorpresa, sube la apuesta de las predicciones vernianas poniendo en pie un cataclismo medioambiental: el deshielo de los polos y el cambio climático y, lo que es aún más inquietante y actual, esa transformación tiene su origen en la intervención humana. Verne estaba imaginando el siglo XXI.

Comprar el Polo

Publicada en 1889, Del revés recoge a los ya conocidos miembros del Gun Club, los artificieros ahora aburridos y sin objetivo que después de haber intentado llevar a la humanidad a la Luna, tienen unas intenciones más predatorias. Así, en un principio compran para Estados Unidos las tierras polares, aparentemente sin valor, vendidas en pública subasta por 814.000 dólares, con el fin de explotar los yacimientos de hulla que, suponen, existen en su interior. ¿Pero cómo extraerlos a través de las capas de hielo?

La apuesta es de órdago. Dispararían un cañón inmenso que según los cálculos de J. T. Maston, el cerebro matemático del club, cambiará el eje de la tierra con su retroceso y colocará el Polo Norte bajo los rayos del sol. En fin, que lo que inventa Verne no es otra cosa que un genio del mal avant la lettre, unos Doctor No de Spectra, contemplados, eso sí, con cierta admiración y mucho humor, como niños manipulando un juguete peligroso puesto que a los inventores les parece de perlas que el mundo, siempre según sus cálculos, acabe viviendo en una eterna primavera -algo que perciben como progreso- y se las traiga al fresco la modificación de las estructuras continentales, el hundimiento de territorios a base de tsunamis, ciclones y otros fenómenos catastróficos de dimensiones planetarias, a los que no dan ninguna importancia.

Llega el pesimismo

El Julio Verne que escribe Del revés ha dejado atrás sus grandes éxitos del pasado y aunque es una estrella en todo el mundo, ahora encarando la vejez, está depresivo. Tiene problemas de movilidad porque un sobrino en un ataque de locura decidió dispararle en una pierna —nunca volverá a estar en plena forma— y también ha fallecido recientemente su querido editor, Jules Hetzel, una figura parterna, que había cimentado la fama del autor y a su vez lo tenía sujeto con contratos draconianos. Su literatura acusa el golpe. En el pasado las novelas del autor estaban marcadas por un optimismo a toda prueba frente a la ciencia, que iba a hacer de la Tierra un lugar mejor, marca de la época. Ahora Verne empieza a tener sus dudas.

En Del revés aparece la irresponsabilidad de los científicos, más interesados por las ganancias que en la consecuencias negativas que se desprenden de sus acciones. Esta idea, cómo el capitalismo transforma el esperable sentido altruista de la ciencia, acabará tiñendo de oscuridad y pesimismo no solo al autor sino también algunas de sus últimas novelas, como La asombrosa aventura de la misión Barsac, publicada póstumamente, en 1914, en la que algunos críticos como Miguel Salabert han querido ver nada menos que una prefiguración del nazismo.

La edición de Alba tiene, además, un apetecible bonus track. Recoge por primera vez desde su publicación original un anexo titulado Capítulo suplementario por el que pocas personas mostrarán interés que incluye los cálculos que Verne solicitó a Albert Baudoureau, un ingeniero de minas y buen matemático, para demostrar la imposibilidad del enderezamiento del Planeta. El capítulo, en realidad, era una respuesta al astrónomo y divulgador científico Camille Flammarion, a quien el escritor admiraba, aunque este a su vez acusaba en público a Verne de tomarse la ciencia a la ligera y no documentar suficientemente sus ficciones. Más de un siglo más tarde, cuando nadie se acuerda de Flammarion, Verne sigue ahí para demostrar que en nuestra idea de progreso siempre se han enredado lo mejor y lo peor.