Gran parte de los dichos que escuchamos en Canarias, incluso muchos a los que tradicionalmente se consideran “autóctonos”, ya sean recurrentes entre nuestros hablantes coetáneos o que hayan caído en desuso por el paso del tiempo, en realidad, pertenecen al patrimonio proverbial hispánico. Es el caso del refrán: “Cada maestrillo tiene su librillo”, registro que todavía puede oírse en los distintos dominios del español a uno y otro lado del Atlántico.

La expresión se construye sobre la base de dos conceptos/sustantivos complementarios: “maestro” y “libro”. El primero se refiere a quien ejerce la profesión docente, pero también nos sugiere la idea de “una persona dotada de conocimientos” o “un individuo práctico en una industria, arte u oficio”. En el español de Canarias es usual llamar “maestro”, además de al enseñante propiamente dicho, a quienes se les reconoce cierta autoridad y experiencia en una materia. Y existe un elenco de profesiones artesanales con las que se sigue identificando a las personas versadas en un oficio, una suerte de “título honorario” que les acompaña de por vida. La voz se usa incluso en sentido cariñoso, podríamos decir, para dirigirse a una persona mayor que nos infunde cierto respeto por el saber que acumulan la senectud o la experiencia. Pero no es esta la imagen que evoca la metáfora en el hablante cuando escuchamos decir: “Cada maestrillo tiene su librillo”, sobre todo si consideramos el sentido más o menos jocoso, o incluso irónico, que se le imprime con el diminutivo: “maestrillo”.

Por su parte, el segundo concepto/sustantivo sobre el que pivota el dicho (“libro”) viene implícitamente asociado a “método”, “pedagogía”, “didáctica”, “enseñanza”, “procedimiento de aprendizaje”, “modo de enseñar”, “manera de proceder” (en la ejecución de cualquier técnica, arte u oficio). Así se identifica este segundo significado con el sujeto (de la oración) que figura como protagonista de la acción que metaforiza la paremia: el “maestro” como poseedor de experiencia y transmisor de conocimientos. En ambos vocablos se recurre al diminutivo terminado en “illo”, buscando la rima entre la primera y segunda parte de la frase, con lo que se trata de acentuar la sonoridad como recurso nemotécnico, además de huir del rigor que supondría el uso de las formas “maestro” y “libro”, frente a la rima consonante de los vocablos: “maestrillo” y “librillo”, de tono —seguramente— más desenfadado y pegadizo. La frase huye, pues, de la aspereza “academicista”, no obstante, su uso natural y más propio sería el ambiente académico que se evoca con la metáfora del “maestro” y “su libro” (la figura del “maestro (de) escuela” de toda la vida, como se les sigue llamando todavía entre los más mayores). Y ello para, en definitiva, proclamar que hay maneras tan diversas de pensar, de ver, de transmitir y hacer las cosas como variedad de personas existen. Cada cual tiene su propio “método” o modo de proceder en cualquier arte, industria, profesión u oficio. Incluso en las propias disciplinas docentes que se extienden a cualquier ámbito del saber, y hasta en las tareas cotidianas. Por raro o atípico que pueda parecer desde otra perspectiva, todas las maneras de proceder son igualmente válidas si para quien las sigue y aplica dan buen resultado.

Y esto nos pone en relación con otras expresiones afines y complementarias que se sitúan en la periferia de la comentada. A saber: “cogerle el tranquillo (a algo)” que expresa la especial predisposición a aprender a base de repeticiones (y errores); o “coger recortes”: locución que quiere decir aprender observando con atención a lo que hacen otros con más experiencia; “más vale maña que fuerza” que prioriza la agilidad y la destreza frente al ímpetu y la fuerza a la hora de afrontar y resolver cualquier dificultad de orden técnico; o en el ámbito rural: “haciendo surcos se aprende a surcar” y otras versiones similares que apelan a la propia práctica como método de aprendizaje más eficaz.