En su capítulo dedicado a Los libros, Montaigne señala que el objetivo del ensayo no debe ser alcanzar el conocimiento sino permitir que quien lo escribe se conozca a sí mismo. Una fórmula en apariencia sencilla que lograría que en el Renacimiento este género literario terminara de consolidarse, tras digerir y cuestionar los diálogos griegos y los tratados medievales de siglos anteriores.

No es necesario presentar entonces un saber erudito de ninguna materia, tampoco alojar argumentos irrebatibles o desafiantes. El fundamento del ensayo supone retratar una arquitectura textual que refleje un pensamiento con honestidad, como forma de reflexión que se realiza desde el lenguaje. Solo así cobra significado y visibilidad este acto de prospección, donde se transfiere desde las palabras una forma de pensar distinta. Una forma que Montaigne destaca también como otro de sus objetivos: “Que no se preste especial atención a las materias, sino a la forma que les doy”.

Siguiendo la receta literaria del fundador del género, podríamos discutir largo y tendido si muchos de los textos clasificados como ensayo cumplen con esta máxima. Y en caso contrario, si el encorsetamiento del markéting editorial es el que no permite respirar una verdadera identidad literaria, como ocurre con la comercialización esquiva de muchos de los volúmenes actuales de la “parapoesía” nutrida de las redes. ¿Acaso ese tipo de ensayos fallidos no deberían ser reetiquetados como estudios y reflexiones de carácter científico, donde el pensamiento somete al lenguaje, y no a la inversa?

Un cuento, una leyenda y un ensayo

Asimismo, las librerías podrían albergar entonces un territorio donde el ensayo esquive las etiquetas editoriales, y pudiera integrarse en él las categorías de “memorias”, “autoficción”, o cualquier otra donde se borren las variantes de un género que puede moldearse creativamente a partir de su intencionalidad artística, siempre permaneciendo bajo su fórmula primitiva: conocer las cosas conociéndose a uno mismo.

Esto ocurre en Zorro y en Baba Yagá puso un huevo, de Dubravka Ugrešić, las dos últimas obras publicadas por la escritora croata en 2019 y 2020 respectivamente, y aparecidas en España bajo el sello de la editorial Impedimenta. Dos textos identificados como novela, autoficción, e incluso como libro de memorias, pero donde fluye como un río interno el ensayo, llegando incluso al punto de que ambas se sintonizan.

La narradora invoca allí el cuestionamiento de las necesidades de decir y de contar en toda su plenitud, a la vez que recrea las tentativas de escritura y de invención de ciertas leyendas populares. A través de una libertad estructural que combina el artículo, la glosa filológica y la narración, deja entrever un paso más en la evolución creativa de este género moldeable, tocando los rincones más dialogantes del mismo. La autora es consciente de su versatilidad: “algunos escritores inventan un género; otros siguen los géneros existentes; otros los derriban; los hay que inventan el suyo propio, y los hay que trabajan géneros intermedios”.

Es quizás un género intermedio lo que reproduce Ugrešić, siempre bajo el paraguas del ensayo. Un ensayo con una prosa descarnada y sinuosa con matices narrativos, donde se diluye la frontera genérica, quizás por su intención de alejarse de la catalogación de ensayista: “Los ensayistas tienden a resbalar en el papel “de profetas” autores con voz y voto, que lo conocen todo, pero a mí ese papel no me gusta. De ahí que cambie el tono y me disfrace de un narrador menos absoluto para ser omnisciente”.

Por ello nos cuestionamos si Zorro, un texto clasificado como “aventura autoficcional”, deja la puerta abierta a otros enfoques de lectura. Si la revisión de la personalidad manipuladora y sigilosa del animal del bosque, que alcanza una dialéctica de evasión e invasión, y comprende una retórica del ocultamiento, pudiera tener de fondo el estudio de un espíritu literario creativo.

“El zorro —sostiene Ugrešić— no pertenece ni a las bestias, ni a nosotros, los humanos, ni tampoco a los dioses. Es el eterno polizón, un migrante que se desplaza con facilidad entre los mundos, y, cuando lo sorprenden sin billete, entonces, cual trilero, mueve las bolitas con la cola y ejecuta sus trucos baratos”.

La actitud inventiva sitúa al animal en un escaparate teórico fundamental. Esquivando su carácter antagonista en cuentos y novelas, representa sin lugar a dudas el ingenio artístico. Una construcción dotada de mecanismos de persuasión y de inducción, que nunca acude al centro del asunto sino que se diluye en la periferia, rodeando y acunando ese efecto de asedio, tal como los creadores literarios.

De esta forma, Ugrešić establece una poética de la creación basada en la observación y la retórica, asociada al campo temático de la fábula. Partiendo de una estructura modular inserta relatos y adopta una conmovedora voz testimonial sobre la que desnudar su propia voz, reflejando así la máxima de Montaigne.

“Esto, sin embargo, no es una historia sobre mí, sobre el pelirrojo y las malas pasadas que nos juega una memoria frágil, sino una historia que se esfuerza por contar un cuento, que a su vez intenta contar un cuento sobre cómo se crean los cuentos”.

Baba Yagá puso un huevo, debemos abordarlo como lectura previa a Zorro, puesto que su primera edición en croata está fechada en 2007 aunque haya sido publicado en español en 2020. Catalogado como un “cuento de cuentos”, se relaciona con el anterior fragmento de Zorro, pero también con una narración “a caballo entre la autobiografía, el ensayo y el relato sobrenatural”.

No hay que olvidar que Baba Yagá puso un huevo forma parte del proyecto Canongate Myth Series de la editorial escocesa Canongate Books, en el que escritores de la talla de David Grossman, Olga Tokarczuk y Margaret Atwood, han participado revisitando mitos y leyendas. De este modo, Ugrešić nos sumerge en estereotipos femeninos de la tercera edad, por medio de un poderoso entorno narrativo, el de una mirada filológica y ensayística que visita la mitología.

“A veces te detienes un instante (¡solo un instante!) delante de una residencia de ancianos y las observas a través de los ventanales: están sentadas en las mesas, pasan los dedos por las migas de pan como si fueran letras de braille y envían a alguien sus mensajes incomprensibles”.

En ciertos fragmento podríamos decir que Ugrešić adopta el perfil del zorro para observar a un personaje aparentemente secundario, el de la anciana, quien permanece invisible en nuestras ciudades. Un ser al que el folklore eslavo, y en general la mitología de múltiples países, hace converger con las brujas, cuyos poderes hipnóticos y de pesadilla reclaman la incomprensión y la libertad.

“Baba Yagá es una mujer subrogante, una sustituta, está aquí para envejecer en nuestro lugar, para que la castiguen a ella en vez de a nosotros. Su drama es el drama de la vejez; su historia es la historia de la exclusión, de la expulsión forzosa, de la invisibilidad, de la marginación brutal”.

Realizando una lectura comparativa de ambas obras, observamos que Zorro se disfraza de ensayo, pero un ensayo que por momentos estimula una deliberada lectura narrativa, e incluso la investigación académica o teórica sobre el cuento: “¿Dónde se oculta el secreto de un cuento bien contado? ¿En el juego de luces y sombras, de lo encubierto y de lo descubierto, de lo expresado y de lo callado?”, señala Ugrešić.

En cambio, el propósito de Baba Yagá puso un huevo es el contrario, es decir, entregar un ensayo-novela al lector. “Baba Yagá es un patchwork textual oral único en su género, compuesto de diferentes tradiciones folclóricas y mitológico-rituales (chamanismo, totemismo, animismo, matriarcado),” señala la autora. Asume de este modo una lección de teoría literaria aderezada por un enfoque metanarrativo, que no solo alberga invención sino que se ajusta a un trasfondo feminista, que visibiliza a aquellas mujeres que se han mantenido al margen del poder. Dos formas distintas, no distantes, de acomodar un eco narrativo estructurado como un ensayo.

Alejada en los últimos años de la horma temática relacionada con su exilio de El museo de la rendición incondicional (1986), y El ministerio del dolor (2005), sus obras anteriores, que Ugrešić también remarca en muchos de sus crónicas de No hay nadie en casa (2005), podemos concluir con la valoración más que positiva de una escritura heterogénea e integradora que demuestra la plasticidad del ensayo. Apreciar así la enorme habilidad creativa que ha encomendado Ugrešić a este género, casi en un cara a cara con su modo de entender el mundo. De modo que se permita contar un cuento, y releer las leyendas investigando desde nosotros mismos.