En un descanso de las pruebas de sonido en la Plaza de Toros, mientras el percusionista Mino Cinelu se dirigía al técnico para ajustar el sonido de su monitor, Alberto Delgado miraba atónito como Miles Davis daba cuenta de una de las dos sandías que había pedido por contrato para el concierto. El manager le acababa de recordar a Alberto, que debido a la edad de Miles, que ya había cumplido los 60 años, el concierto no se prolongaría más allá de los 90 minutos pactados, y él pensó: “Ya se verá”. Aquella noche de junio del año 87, Miles Davis, salió con su túnica dorada, se dobló sobre sí mismo dirigiendo su trompeta al suelo y, como un chamán en trance, debió entrar en otra dimensión del tiempo porque, cuando se apagó la última nota en aquella abarrotada Plaza de Toros, se habían superado con creces las dos horas y media de concierto. Alberto no comprendió del todo lo que había vivido hasta que, años más tarde, recordando aquel momento con Chick Corea, el rostro del pianista se iluminó, y le dijo: “Una noche, cenando con Miles, como estoy aquí ahora contigo, me contó la historia del día en que fue a tocar a una pequeña isla de la costa africana, y me dijo entusiasmado: ‘Cuando el avión sobrevoló la ciudad, pude ver la Plaza de Toros desde el aire y, no te lo vas a creer, tío. Toda la isla estaba allí reunida para escucharme’”.

Ese era el don de Alberto Delgado: hacer que las cosas fueran difícilmente olvidables. Alberto entendió pronto que, para trazar los itinerarios de la cultura en estas Islas, no bastaba con traer a los grandes artistas al Archipiélago, si antes no se rompían los muros de cristal que aislaban a los creadores canarios del resto del mundo. A pesar del deterioro de una enfermedad que no le daba tregua, pero tampoco lograba detenerlo, su mayor preocupación era la de encontrar nuevas formas de apoyar a los artistas canarios en estos tiempos del Covid. Muchos pensaban que no se podía ir contra la lógica de la realidad, mientras la realidad estaba dándole el golpe de gracia a la cultura, pero se equivocaban. Para Alberto, lo que ha definido nuestra capacidad para desear, para desafiar al dolor, reside en el poder que tiene el lenguaje para transformar las cosas. Frente a la resistencia tozuda de la realidad, él creía que se podía cartografiar la cultura de otra forma, y siempre se revelaba con una de sus frases condicionales. “Y si...”, nos decía y, de pronto, esos muros invisibles para los canarios —un grupo de actores levantando el telón en Nueva York, artistas colgando sus cuadros en Madrid, Miami, Cuba, o en Berlín– caían bajo el peso de su forma de ver lo que los demás no veían.

“Ya se verá...”, decía. Y sí, estábamos saliendo con dificultad de un confinamiento, cuando la Fundación CajaCanarias, contra toda lógica, programó su Otoño Cultural con un cartel de músicos canarios. Es aquí donde me imagino a Alberto, sentado en las gradas de la plaza de Toros de Santa Cruz, mientras Miles Davis come parsimonioso su sandía, y el manager se acerca para decirle que tendrán 90 minutos y ni uno más, y él lo mira sonriente, como quien sobrevuela el futuro a vista de pájaro, y le dice: “Ya se verá”.