Después de publicar 15 álbumes en siete años (con picos estajanovistas en el 2017, cuando lanzó hasta cinco referencias, una detrás de otra), la tropa de King Gizzard & The Lizard Wizard se va sosegando y va aplacando su sed productiva. Cierto es que la pandemia del coronavirus no invita a planear grandes despliegues editoriales, pero en su nueva entrega, K. G., el combo australiano no se muestra con tantas ganas de expandir horizontes como de sacar punta a esos hallazgos que lo han convertido en atracción del circuito rock de los últimos tiempos.

K. G, disco que acaba de ver la luz en streaming, mientras que la versión física llegará el 11 de diciembre, desprende una reafirmación de posiciones desde su mismo título, esas credenciales a palo seco, y conecta con los logros del álbum Flying microtonal banana (2017), en el que Stu Mackenzie se adentró en los misterios de la afinación microtonal de Oriente Medio. De aquella experiencia salió la versión eléctrica del baglamá turco (suerte de laúd de origen ancestral) de la que ahora Mackenzie apenas se separa y que imprime al álbum un sello de psicodelia orientalista perceptible desde la primera pieza, K.G.L.W. El baglamá desliza ahí esas pulsaciones esquivas de los pentagramas occidentales (intervalos inferiores al semitono: notas situadas “entre las teclas del piano”, como las describió Charles Ives) en una dinámica con ascendiente místico que habría hecho feliz a George Harrison.

Como aquel álbum de tres años atrás, K. G. despliega una secuencia encadenada de música en que las canciones se suceden sin pausas, reforzando así la sensación de tránsito sensorial impermeable a interferencias.

King Gizzard nos quiere meter en su mundo, sin distracciones, y una vez ahí nos somete a un régimen de rock lisérgico eficaz a golpe de Automation y Minimum brain size, piezas gemelas que no abren nuevos caminos pero que sacan partido del excitante choque de la electricidad y la mística. Esas pistas se desarrollan más adelante en Some of us, con su desenlace con esbozos de jam, y la catatónica Oddlife, que parece salida de un mal viaje de LSD.

Apuntando en otras direcciones, el Mackenzie trovador narcótico, de estrofas en bucle, de Straws in the wind, la palpitación vagamente bluesy de Honey y la incisiva trama disco-funky de Intrasport. Exponentes con miga de un King Gizzard que afina el tiro, dejando a un lado esta vez los ramalazos de boogie o thrash metal, y dedicándose por una vez a disfrutar de uno de sus perfiles distintivos, un senderismo visionario con margen para la experimentación.

Álbum concebido durante la pandemia, K. G. nos invita a viajar muy lejos, más allá de la realidad, valiéndose de una arquitectura que todavía podemos identificar con ese venerable género llamado rock.