Conocí a Rafa Arozarena de una manera un poco inopinada y extraña, durante la entrega de un premio que La Opinión de Tenerife decidió concederles a él y a Isaac de Vega, esa extraordinaria pareja que encarnaba el movimiento literario que nació con la novela Fetasa y que acabó por embarcar a la mayoría de los narradores tinerfeños de los años setenta.

Todos reconocemos Fetasa como una de las más poderosas e inextricables obras de nuestra literatura, pero el fetasianismo es algo muy distinto. Creo que para Rafa era la reivindicación anárquica de una forma de ser y de escribir, de entender la literatura y la vida. El fetasianismo se convirtió en el punto de partida, en el embarcadero, de muchos de los autores importantes de la literatura canaria. Desde los ya clásicos Juan Antonio Padrón o Antonio Bermejo, hasta el más próximo Víctor Ramírez, o nuestro llorado Juan José Delgado, todos se han reclamado deudores de lo fetasiano en algún momento de su vida. Vivimos ahora una reconciliación pública con el malditismo que acompañó en sus inicios todo lo que tenía que ver con un movimiento que -a pesar de ser el más estudiado de la literatura regional- nadie ha sido capaz de definir convincentemente: "Ni siquiera nosotros, los fetasianos, entendemos qué carajo es el fetasianismo" me dijo Rafa agradeciendo aquél premio con un gesto de picardía y cansancio. Isaac de Vega fue preguntado por alguien: "¿Y usted€ que opina de lo fetasiano?" El autor de Fetasa, después de que le repitieran varias veces y en voz muy alta la pregunta contestó "yo opino lo mismo que ha dicho antes Rafael". Vaya par.

Ese fue mi primer encuentro con ellos, y de ahí surgió la voluntad de publicar la obra de ambos -y de Padrón y de Bermejo-, una voluntad casi cumplida con la edición póstuma, hace menos de dos años, de la novela herreña de Rafa, El señor de Faldas Verdes. Podría escribir del orgullo que supone editar al autor de Mararía, pero prefiero contarles de las comidas con Rafa y María José en Paco Millet, de las que salimos siempre cargados por ingesta excesiva de 'agua de Valencia'. Podría, en fin, contarles de las citas en la cofradía de pescadores de Bajamar para hablar de sus libros y proyectos; o de su magisterio bondadoso en el lanzamiento público del catálogo de Ediciones Idea, con Fernando Delgado; o de la presentación de sus Ciegos de la Media Luna en compañía de Isaac, siempre su alter ego, y ya por entonces completamente encerrado en la dignidad del silencio, roto con la voz grave y perdida en la sordera. Podría estar hablando durante días de Rafa y su universo fetasiano e inabarcable, de la enormidad de su grandeza como poeta, de su talento como cuentista, de su pintura torpe y poderosa. Podría escribir la crónica formal de su vida y sus afectos, sus deseos y desvelos; hablarles del balance incompleto de una obra; de aquellos versos escritos en una servilleta mientras nos esperaba en la gasolinera de su pueblo. Podría contarles de su arraigo telúrico con Lanzarote, de aquél último viaje apenas un mes antes de irse, con la muerte en el morral, para despedirse de la isla. De cómo preparó su tránsito y dejó todo dispuesto para ahorrar dolor. Y podría romper por una vez el pudor y hablarles de las lágrimas y el desconsuelo de quienes tanto le quisieron.

Pero prefiero hablarles de la risa inesperada y sin límites de Rafa, de sus ojos inundados por los mares de las islas y del mundo, de su vivir atrevido contra todo pronóstico, de cómo integró la enfermedad en su propia ruta y aprovechó todos esos siglos cautivo de la máquina, ese ir y venir de fluidos dentro y fuera de su cuerpo, para soñar una vida sin rendiciones, ni entregas, ni concesión alguna a la cobardía frente a la muerte o ante la vida. Prefiero contarles una parte pequeña de esos 86 años que empezaron en el tiempo de la miseria y el olvido, y que este hombre bueno, convirtió en un paseo de sueños y jubiloso compadreo. Recordar que fue Arozena un vital e incansable maestro de la amistad, el mago de la facundia, el desparpajo y la verborrea. Un genio en el arte de obsequiar a los demás su verbo y alegría. O contarles una discusión fetasiana y pluscuamperfecta acerca del alma de las moscas, los culos de las mujeres y el espíritu ruin y perverso del vino conejero.

Porque ese era el Rafa que yo conocí y el que más añoro: poeta, bribón, feliz y enamorado del tiempo que vivió. Entregado a soñar, a pintar, a comer, a reír, a mirar. Y a veces, a escribir.