De la crisálida de la "muchacha-isla", como la llamó Pedro Salinas en el prólogo de Versos y estampas -su primer libro, datado en el emblemático 1927-, pasó a ser la artista y mujer-archipiélago. Y no sólo por lo variopinto de las artes que cultivó (poeta y narradora, actriz -de teatro, cine y televisión-, rapsoda, dobladora, cantante multifacética, intérprete, compositora...), sino también por las fragmentarias pulsiones anímicas que recoge en su poesía, más la plasticidad del propio personaje, desde intimista creadora a traviata, como algunos la han calificado, que llegó a ser mujer pionera también en practicar los deportes de moda de la época, la natación y el tenis, y en conducir su propio automóvil en el Madrid de los felices años tardoveintes y, acto seguido, republicanos, ese vivaz espacio de tiempo que algún poeta definió, justamente, como "la edad de la pérgola y el tenis". También tomó la avanzadilla, en pleno señalamiento del franquismo, en formar pareja con un hombre mucho más joven, el actor Ramón Corroto, a cuya muerte prematura dedicó el elegíaco poemario Él, hoy todavía inédito.

Cuando, en 2000, Alicia Mederos me llevó a conocer a Josefina de la Torre en su modesto domicilio de la calle Virgen del Puerto, en la madrileña Ribera del Manzanares, aquella menuda y coqueta nonagenaria, con movimientos y gestos de alpispa, aún conservaba los rasgos de belleza como escandinava que tanto sedujeron en su día a Luis Buñuel o a Rafael Alberti. Se le estaba preparando el homenaje que, gracias a los generosos auspicios de José Miguel Ruano, al frente de Cultura, se le rendiría -con su presencia, felizmente- en la Residencia de Estudiantes de Madrid. En su modestísimo salón casi en penumbra, y cuajado de fotos de todas sus épocas -presididas por un mítico retrato de Marlene Dietrich, a quien siempre había doblado al castellano-, se acariciaba las manos y parecía mover en la boca esa pipa de girasol imaginaria que semejan mondar algunos ancianos en situaciones no habituales; trajeada, maquillada, comparecía como si se tratase del ensayo general de una obra cuyo guion aún desconocía.

Tras la incursión de Amaranto Martínez de Escobar, en el anterior cruce de siglos, De la Torre fue la primera persona en cantar a la orilla playera como centro de gravedad de la vida insular, una tendencia que iría en aumento conforme avanzó el siglo XX. El encabezamiento que utilizó Salinas para su prólogo, Isla, preludio, poetisa, así de enumerativo e inconcluso, sugiere un tanteo de impresiones y, a la vez, una cabal equivalencia para el intercambio entre los términos; proporciona ya una temprana clave para la interpretación de lo que luego será una constante en la obra de nuestra autora: la húmeda analogía entre la isla que nos habla y la isla de que se nos habla.

"Aquella isla estaba rodeada de agua por todas partes", dirá también Salinas, con intrigante tautología, para definir su poesía de este modo: "Forma indecisa, tierra semidesnuda, a medio despertar entre lo líquido y lo oscuro, isla". Y aún nos da la eficaz imagen, para decir los versos de Josefina, de "cachorros vivaces de la luz", que son los que veremos crecer luego, de la mano de la autora, correteando por la orilla playera, jadeantes, enarenados, enchumbados de agua por todas partes. Así pues, la luz vivaz frente a lo líquido oscuro; es el contrapunto amniótico en que no para de gestarse la insularidad, siempre renovada, siempre dando a luz, en un peregrinaje que le supondrá un reguero de islas sucesivas.

En sus poemarios, la palabra "ausencia" es tan recurrente como la correlativa "anhelo". En cada uno de ellos se canta a una isla recién abandonada, o bien se da noticia de que, con residuos y esquirlas de la anterior, acaba de constituirse una nueva, también, por eso mismo, añorante y anhelante, llena de magua, para la cual, el espacio anterior constituye, sobre todo, el agua que por todas partes la rodea. Así, en Versos y estampas, se canta a la infancia al borde de la playa recién ida. En Poemas de la isla (1930) -por algo su título más emblemático, empleado en las más diversas antologías- se dice adiós a la luz del espacio insular, dejado atrás, por el trastierro físico de la autora, y que es, desde la distancia, una estancia doméstica añorada ("Y la luz, ¿por dónde está?", se preguntará desconsolada). Pero también, por eso mismo, un territorio incorporado y dioscúrico, mixtificado de pulsiones contradictorias, indecisas, que ve en el agua del recuerdo que ahora la conforma, un mar sin síntesis: un "mar redondo, desvelado [...] mar abierto, encandilado".

Si ahí se habla de y desde "remolinos de los instantes, / del único pensamiento", Marzo incompleto (publicado en 1968, pero escrito pocos años después que el anterior) se abre con idéntica desazón: "¡Girar constantemente / por el mismo momento!". Sólo que, ahora, con la metáfora añadida de la fisura temporal ("Marzo incompleto. / No tenía principio / ni fin"), aumenta la cerrazón insular de la propia voz, que pugna por salir de su zozobra: "Si yo pudiera vivir [...] / a flor de agua y de luz, / no dentro, sumergida, / interiormente viva...".

En Medida del tiempo -incluido sólo en su antología de la Biblioteca Básica Canaria (1989)-, y en el inédito Él, el trasunto de la isla recién abandonada, o aquello que hace agua por todas partes para ceñirse a la pura isla de la voz poemática, resulta claro: la defunción del gran amor su vida, Ramón Corroto. Las elegías son expresas, pero eso no le impide abundar en "el túnel de ausencia", y en el juego de los cromáticos espejos playeros como inspección de la propia alma, turbulenta, indecisa, inconforme, sometida al flujo de las mareas, y perpleja por que la voz del amado -o de su propio álter ego- esté de pronto "escondida dentro de mí" y de pronto allí, "tu voz sobre la raya del mar y del horizonte". En Medida..., consciente de su condición de insularia irredenta, exclamará a modo de improvisada síntesis de su poética: "La ausencia (es)... ¡La casa y la cancela!"...

Hay, en fin, una coherencia evolutiva en la inconfundible orilla de la playa, a la vez doméstica y abrupta, en que transcurre toda la obra poética de Josefina de la Torre Millares. Y si la síntesis -imposible, siempre impresionista y sucesiva, como los mismos sorbos de las olas rotas- es la arena mojada con las huellas precisas del recuerdo, el itinerario va desde el inconfundible paseo de Las Canteras, con sus pintorescos personajes y ecos infantiles, hasta su sublimación, en el propio costado del cuerpo-isla de la voz poemática, desde un exilio que será también interior.

El famoso aserto de Lezama sobre que el ser insular es alguien que vive necesariamente en "la resaca marina, bajo un ineludible sentimiento de lontananza", aquí se cumple a rajatabla. Sólo que, con los rigores del trastierro, el proceso se mixtifica, el horizonte juega a la comba, corriéndose el riesgo de adquirir aquella grave tortícolis espiritual, detectada por Vallejo, de quedarse para siempre "con el frente hacia la espalda". La fijación se vuelve entonces, decíamos, contradictoria, desdoblada, alertada por el pasmo de quien sabe ahora que, al marcharse de modo tan veloz -de la infancia, de la juventud, de la playa, del amado... de la Isla-, casi no tuvo tiempo de cerrar la cancela de la casa: "Altas ventanas abiertas / dejaron sombras de luces / disparadas en la arena". En la poesía de Josefina de la Torre irá prevaleciendo esa visión monádica, precintada, a partir de la metáfora de la orilla playera sublimada desde su fluvial orilla madrileña. Como en un acordeón imparable, la mujer-archipiélago anhela recobrar a la muchacha-isla, y, en ese intento del imposible regreso, se da de bruces con su propio aislamiento. De ahí su enumeración sin límite, sin jerarquía, de inventario incompleto, como si todos sus versos fueran siempre el mismo verso, de pleamar a bajamar, atónitos ante el "doble foco de luz uniformado / abanico de azules varillajes"; y el aherrojamiento que éste impone, explicado con el modulado vanguardismo de algunas de sus metáforas: "La luz dejó caer / su moneda redonda / y sobre la moneda / de luz, quedó mi mano / abierta a la limosna".

¿Cómo abordar, entonces, esa persistencia suya en cierto impresionismo, en la reflexión pronta, contradictoria, fugaz y cromática? Por más que Josefina de la Torre pertenece a la nómina del 27 peninsular (incluida, junto a Ernestina de Champourcín, en la célebre antología de Gerardo Diego), con puntos de contacto, sobre todo, con la vertiente más popular e intimista de aquella Generación, en ese aspecto, en cambio, es una clara deudora de cierto Modernismo canario, del Saulo Torón de El caracol encantado o del Alonso Quesada de El lino de los sueños, y, sobre todo, del abrupto choque entre el espejeante platonismo marino y la fugacidad heraclitiana de las olas que inspiró al padre de todos ellos, Domingo Rivero. Comparte con él cierta humildad y sencillez, de versificación en apariencia espontánea; y, medio en serio medio en broma, llegó a reconocer en cierta ocasión: "Mi primer magisterio poético fueron las rodillas de don Domingo, donde, de niña, me sentaba"...

Así pues, si ya era poliédrica (archipielágica) en su condición de mujer pionera en las artes y las letras contemporáneas, y en esa bicefalia de actriz y escritora, tan arriesgada, por cierto, en un país dado a mitigar cuanto exceda a los rótulos unidimensionales, De la Torres Millares lo es también en este aspecto, de la ubicación de la obra en tendencias literarias. Pues, incluso con resonancias becquerianas, hay en su poesía inconfundibles huellas de la tradición romántica, y, aunque más contenidos, apuntes vanguardistas que, asimismo, pueden ser rastreados en otros autores isleños. Un eslabón insuficientemente abordado, o un vínculo entre (mujer, bicefalia, sentimiento, isla, preludio, poetisa) diversas formas de periferia. También alguien con los ojos muy marinos que, desde aquel tiempo en que la describió Salinas, anduviera preguntándose por qué no serán los infortunios, los trastierros, los anhelos, las ausencias, islas de agua rodeadas de tierra por todas partes...