Las terrazas de arroz de Batad, en la isla de Luzón, son uno de los tesoros ocultos de Asia, un auténtico espectáculo para quien esté dispuesto a asumir el sacrificio. Para ver este Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO hay que subir y bajar unas pendientes infernales con miles de escalones, pero vale la pena. Yo tuve que hacer un camino un poquito más largo.

Mi primer objetivo en la antigua colonia española del Índico fue los Ifugao. Los responsables de haber construido esta maravilla de la ingeniería hidráulica-agrícola hace 2000 años y aún está a pleno rendimiento, proporcionando toneladas de arroz a la región. Los hombres construyen y cazan y las mujeres se ocupan de la cosecha, así están repartidos los roles en esta remota cultura de Filipinas.

Con el equipo a la espalda

La caminata desde Awan-Igid hasta alcanzar Batad me llevó dos días caminando con el equipo a la espalda por una serie de cañones y valles destroza piernas, entre una espesa jungla y cruzando ríos, que en el mejor de los casos, podían cruzarse por puentes colgantes que no daban demasiada confianza. La primera parada fue Pula, después de cuatro horas andando. Al llegar, la selva se abrió para dar paso a las primeras terrazas a las que nuestros bancales no tienen nada que envidiar. Estaba demasiado cerca de la civilización, así que sus gentes no era lo que yo buscaba para mis fotos. No paramos más de veinte minutos y continuamos la marcha.

Después de horas en el camino ya no tenía nada que hablar con mi guía, Reinaldo, un filipino que me recordaba mucho a El Fary, así que mi cabeza comenzó a pensar en lo que había ocurrido días antes. El último grupo étnico que fotografié en Vietnam fueron los Bahnar, si recuerdan del capítulo anterior, son los que construían las casas altas con la intención de que si se perdían poder encontrar el camino de vuelta buscando el tejado de la casa por encima de la selva. Un artesano al que fotografié me regaló (aunque le dejé dinero a cambio porque me pareció lo justo) una máscara ritual de una horripilante cara de gato negro. La acepté y, a pesar de lo inquietante, me pareció un detalle tremendo de alguien que no tiene ni para mandar a sus hijos a la escuela. Como tenía miedo de que se me rompiera en el viaje la guardé envuelta entre mi ropa sucia.

Salí de Pleiku a las 6 de la tarde y me metí en mi habitación en Filipinas al día siguiente a las 10 de la noche, después de haber cogido una guagua, dos aviones y un taxi. Fue el viaje más accidentado que he tenido en mi vida y créanme, que he cogido unos cuantos aviones. El primer problema fue que la guagua llegó a Saigón 3 horas antes de lo previsto, así que no pude dormir apenas. Me dejó tirado en las afueras del aeropuerto con mi equipo y mi bolso de viaje, en total unos 30 kilos que tuve que acarrear unos 20 minutos para llegar a salidas internacionales. Eran las 3 de la madrugada y mi avión no salía hasta las 11. Cuando fui a facturar pesaron, por primera vez en el viaje, mi mochila con las cámaras, que obviamente sobrepasa el peso permitido. Tuve que pagar más del doble de lo que me había costado el billete por el sobrepeso. La comida del avión no se la hubieran comido ni mis perros, se lo aseguro, pero yo tenía hambre. El avión se retrasó tanto, que casi pierdo el enlace en Taiwan, gracias solo a la extrema amabilidad del personal de fronteras del aeropuerto conseguí llegar a tiempo. Tuve que recoger mi equipaje y volverlo a facturar porque eran compañías diferentes y al ir a facturar la antipática señorita del mostrador me intentó obligar a comprar un billete de salida de Filipinas arguyendo que era obligatorio para entrar en el país. Discutí y discutí hasta que le hice ver que ella no era policía fronteriza de Filipinas y que era mi responsabilidad que si los filipinos querían expulsarme que lo hicieran, pero que no iba a comprarle un billete cuando no tenía ni idea de lo que iba a tardar en hacer mi trabajo allí.

Al día siguiente, ya en Ángeles City, llevé mi ropa a la lavandería sin recordar que la máscara estaba dentro, luego me tomé el día de descanso y para escribir la crónica de la semana pasada. Al día siguiente, a la misma hora, fui a recoger mi colada y volví rápido al hotel para preparar el resto del viaje en el país. A media tarde, antes de coger otra guagua que me llevaría a Banaue, me di cuenta de que el artefacto se lo había quedado la vieja de la lavandería y pensé, ¡bien! acabo de llegar a Filipinas y ya me han robado. Mis anteriores experiencias en este país fueron bastante malas, así que, a pesar del enfado, no estaba sorprendido. Dejé todo a medio hacer y me fui con cara de pocos amigos a la lavandería, dispuesto a conseguir una disculpa y una explicación.

La señora, al hospital

Al llegar al lugar, vi que la lavandería se había quemado hasta los cimientos. Había oído sirenas horas antes pero estaba en Filipinas. Es algo bastante normal. Pregunté a los presentes y me dijeron que se habían llevado a la señora al hospital, malherida. De pronto, aunque no soy fan de los fantasmas ni las leyendas, empecé a pensar que la maldita máscara podía haberme traído mala suerte en el viaje y cuando la señora se la quedó se quedó también la parte siniestra, un escalofrío recorrió mi espina dorsal. En el corto camino al hotel decidí que la perdonaba por haberme robado.

De vuelta a la caminata. La siguiente parada fue Cambulo, un pueblo totalmente aislado del mundo con algunas terrazas un poco más elaboradas que las de Pula. Senté el culo donde primero vi un hueco y engullí como un pelícano todo el agua que había cargado durante el día, siendo consciente de que había botellas de agua a la venta en aquel recóndito lugar. Hablé con Raúl, el dueño del hospedaje y me dijo que me echaría una mano al día siguiente para encontrar las personas que necesitaba para mi proyecto. Y así fue. Localizamos a un herrero y a una agricultora ya retirada que me dieron algunas buenas fotos y me contaron mucho sobre su cultura. En los alrededores, algunos de su propia tribu, habían decidido vivir al margen de su pequeña sociedad y seguir las antiguas tradiciones como cazadores de cabezas, pero afortunadamente eso ya no pasaba, al menos en Cordillera, donde nos encontrábamos. Pasé la mañana conociendo el pueblo y fotografiando personas, hasta que decidimos reiniciar la marcha.

Tras otra buena serie de subidas y bajadas a los valles de la zona, al girar en una curva cerrada lo vi, era Batad, el día estaba nublado y dejaba pasar algunos rayos de sol entre las nubes, que chocaban contra la superficie de agua de los arrozales y los hacían brillar como plata recién pulida. Debió de caérseme la mandíbula al suelo, porque fui incapaz de pronunciar una sola palabra cuando el guía me preguntó si me gustaban las vistas. Durante un buen rato, ni siquiera cogí la cámara para disparar, simplemente, disfruté del merecido premio, mientras trataba de recuperar el aliento.

Después de comer y descansar

Esa misma tarde, después de comer algo y descansar me puse manos a la obra y conocí a Brando, un joven Ifugao, semi-analfabeto al que fotografié, sin futuro y derrotado por las circunstancias, me contó que el gobierno había prometido ayudas para que los agricultores mantuviesen las terrazas en buenas condiciones, para que los turistas siguieran viniendo a esa zona de Filipinas y él, años atrás, había tomado la decisión de quedarse a cargo de las terrazas familiares, previendo que le esperaba un futuro humilde pero digno. El gobierno no ha cumplido su palabra, o al menos en su totalidad. Han impuesto una ridícula tasa turística de 80 céntimos de euro, para todo el que quiera llegar allí, que apenas cubre los gastos de las decenas de funcionarios que ellos mismos han colocado para cobrarla. En 2016 terminaron unas obras de reforma de la zona, que no hizo sino degradar el paisaje y contaminar el arroz durante un tiempo, usando cemento, donde antes había piedra y barro. Los habitantes de Batad dicen no recibir un céntimo de ese dinero.

La paradoja es, que los padres del pueblo están enviando a sus hijos fuera de la villa para estudiar, porque ven que allí no hay futuro, así que, las terrazas poco a poco se están descuidando, especialmente en Pula y Cambulo que están más aislados, con lo cual, cuando los turistas empiecen a ver que aquello se deteriora dejarán de venir, los padres tendrán también que marcharse porque no tendrán manera de subsistir, pues viven de los souvenir que venden a los turistas, hospedándoles en sus casas o cocinando para ellos y los más jóvenes y fuertes se han convertido en guías de montaña. El arroz que plantan es para consumo propio en su mayoría y lo que se vende tiene un precio tan bajo, que no les cubre ni la mitad de los gastos anuales de la familia.

Mi conclusión es que, esta es una de esas culturas por las que comencé mi proyecto y lo llamé "Enfrentando el olvido" porque estoy seguro, de que los Ifugao, no son una de las prioridades de Rodrigo Duterte, así que están condenados a desaparecer junto con sus terrazas milenarias.