Ya han transcurrido ocho décadas y, salvo que nos pongamos estupendos estableciendo diferencias entre la lucha feminista en nuestros días y los focos de rebeldía femenina que surgían, de manera encubierta en la mayoría de los casos, en no pocas películas, obras teatrales y novelas durante los años treinta y cuarenta en el ámbito cultural estadounidense hemos de admitir que el subtexto crítico que anida en un filme tan representativo de esa época como Mujeres (The Women, 1939), de George Cukor (existe en el mercado español una edición remasterizada en blu-ray Disc de la Warner), inspirado en un guion de la simpar Anita Loos y de Jane Murfin a partir de la popular pieza teatral homónima de Clara Boothe Luce, constituye todo un alegato avant la lettre contra el papel objetual y meramente accesorio que juega la mujer en el entorno pequeño burgués de una sociedad de clara matriz consumista donde la ironía, el striptease social, la guerra de los sexos y la insidia se transforman en los elementos troncales de una trama endiablada.

?La película, protagonizada exclusivamente por un grupo de actrices, retrata la azarosa vida cotidiana de un puñado de mujeres cuyo entretenimiento favorito es despellejarse continuamente entre ellas y saldar sus viejas deudas con los hombres ignorando continuamente su existencia. En medio de una frenética puesta en escena, apoyada por los afilados diálogos de Anita Loos, Cukor refleja la existencia inconsolable de sus protagonistas arrojando sobre ellas, y sobre los grandes ausentes del relato, es decir, los hombres, un baño incesante de vitriolo, acompañado de unas buenas dosis de censura hacia un sistema social de inequívoco corte sexista. Y aunque en el reparto se agrupan algunas de las estrellas más acreditadas de la Metro, como Norma Shearer, Rosalind Russell, Paulette Godard, Joan Fontaine o Margaret Dumond, la presencia en el filme de Joan Crawford encarnando a una joven empleada que cae seducida bajo los hechizos del esposo de la Shearer es, probablemente la más luminosa del conjunto de espléndidas intérpretes que integran el cast. Una actriz de la que este año se cumplirán 115 años de su nacimiento, y que se transforma, por mor de su portentoso talento, en la auténtica reina de la fiesta, desplegando sutiles reprimendas contra el fariseísmo dominante en una sociedad esclava de sus prejuicios.

Hace 42, y con casi noventa películas en su haber, Lucille Fay Le Sueur, popularmente conocida como Joan Crawford (San Antonio, Texas, 1904/Nueva York, 1977) dejaba vacante su liderazgo imbatible en la meca del cine para pasar a convertirse en otro recuerdo dorado de la vieja meca del cine, otra sombra ilustre de un pasado irrepetible en el que realidad, ficción, mito y leyenda, se fundían para crear la materia poética de la que se alimentan los deseos. Esa misma materia con la que lograría seducir, durante casi medio siglo, a legiones de espectadores a través de un puñado de melodramas cargados de potentes cargas de profundidad contra el estereotipo de mujer sumisa, servil y resignada que tanto proliferó en el Hollywood de los años treinta desde la implantación, en 1934, del famoso código de censura de William H. Hays, presidente de la MPPDA (Asociación de Directores y Productores de Cine de América).

Atrás dejaba un reguero de escándalos, cinco matrimonios, cuatro hijos adoptados a los que por mor de su volcánico carácter jamás lograría domesticar como hubiera sido su deseo; sonoras desavenencias con muchos de sus compañeros de oficio y un rosario interminable de formidables interpretaciones a las órdenes de cineastas tan respetados como Frank Borzage, Edmund Goulding, Jack Conway, W. S. Van Dyke, Tod Browning, Fred Niblo, Clarence Brown, Lewis Milestone, Howard Hawks, George Cukor, Otto Preminger, William Castle, Nicholas Ray, Robert Aldrich, Michael Curtiz o Jean Negulesco.

Aunque trabajó "con la diligencia de un sepulturero" ?según apostilla la propia actriz en su libro autobiográfico A Portrait of Joan? para huir de un pasado lastrado por los años de miseria, frustración y dolor en su Texas natal, la mítica star estadounidense jamás mostraría el menor signo de flaqueza en su empeño por cambiar radicalmente de vida y escapar lo antes posible de los duros azotes de un pasado desolador. Siendo aún una adolescente, y con la mirada puesta en Hollywood, trabajó sucesivamente de lavandera, camarera y telefonista, oficios que curiosamente volvería a ejercer al cabo del tiempo, aunque en la ficción cinematográfica, hasta que un cazatalentos de la recién fundada Metro-Goldwyn Mayer se fijó en ella mientras participaba en un concurso regional de danza y la situó directamente a las puertas de la popularidad.

Esta oportunidad, que Crawford aprovecharía para hincarle el diente a un pastel que empezó a codiciar desde sus años juveniles y que devoraría lentamente a lo largo de cuatro décadas de trayectoria artística, le sirvió para "descubrir que, en la vida, la tenacidad y la fe en uno mismo y en nuestras propias posibilidades de superación constituyen el principal incentivo para obtener el triunfo y si no aprovechas la ocasión que te brinda el destino estás irremediablemente perdido pues no volverá a producirse una oportunidad igual por mucho que nos esforcemos en lo contrario".

Personificó como nadie el tesón, la ambición y las turbulencias pasionales bajo la piel de decenas de personajes que han hecho estremecer de emoción a millones de espectadores de todo el mundo, personajes taimados, enérgicos y dominantes a los que Crawford infundía una personalidad y un magisterio solo igualados por Bette Davis, sus más enconada adversaria, tanto en la pantalla como fuera de ella.

Son memorables, por ejemplo, sus composiciones dramáticas en La indomable (Untamed, 1925), de Jack Conway; en Gran Hotel (Grand Hotel, 1932), de Edmund Goulding; en Un rostro en la multitud (A Woman's Face, 1941), de George Cukor; en Alma en suplicio (Mildred Pierce, 1945), de Michael Curtiz; en Johnny Guitar (Johnny Guitar, 1954), de Nicholas Ray; en Mujeres frente al amor (The Best of Everything, 1959), de Jean Negulesco, y en ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962), de Robert Aldrich, películas que sin su inquietante y carismática presencia no hubieran pasado, probablemente, la prueba del tiempo ni las recordaríamos hoy con la misma devoción.

Al no lograr arrebatarle el liderazgo de la Metro a Greta Garbo y a Norma Shearer, dos de los grandes tótems de la legendaria compañía fundada por Samuel Goldwyn tras 18 años ininterrumpidos de vinculación profesional a estos estudios, Crawford decide aceptar una interesante oferta de la Warner, emprendiendo una nueva etapa en su carrera que tendría su culminación con el Oscar por su soberbia actuación como la desdichada Mildred Pierce en Alma en suplicio, un bronco y amargo melodrama inspirado en la novela homónima del mítico James M. Cain, que parecía estar diseñado a la medida de su talento y que supuso su definitiva consagración como la máxima representante de un género al que aportó toneladas de distinción, sensualidad y estilo.