En Jardín Salvaje los rayos de luz que anteceden a las revelaciones divinas no se cuelan entre las nubes, sino surgen de las ópticas de cañones proyectores. El jardín de Marina Núñez nos recibe con más cableado que raíces: una quincena de pantallas que florecen en el suelo, alimentadas por tomas de corriente, transformadas en una plaga de germinaciones en sistema RGB.

Solo hace falta un golpe de vista para darse cuenta de que la pretensión de Núñez -según es descrita por la comisaria Yolanda Peralta- de proponer "una perspectiva de lo humano más allá del antropocentrismo y una noción de identidad basada en nuestra relación con el medio natural" a través de elementos tan artificiales es, cuanto menos, atrevida. Y solo hace falta reflexionar un segundo para llegar a la conclusión de que, si verdaderamente nos tomamos en serio la tarea de pensarnos como parte de un todo junto a la naturaleza, dicha pretensión se torna, más que atrevida, sensata: la producción y uso masivo de planos plagados de luces parpadeantes se torna un proceso natural más, una actitud de nuestra especie al mismo nivel que aquella que lleva a las hormigas a construir hormigueros. La mentira que es la línea entre artificial y natural, esa sobre la cual deseamos posicionar nuestras creaciones y así separarlas de cualquier otra cosa existente, se desmorona entonces en un gesto tal como aquel con el que Núñez derrite y deshace en humo todo rostro presente en sus obras. Nuestro impulso por fundirnos con la máquina convertido en proceso simbiótico.

Jardín Salvaje contiene un relato con potencia y, sin embargo, no es esto lo que la caracteriza. Esta exposición no es una propuesta teóricamente interesante, una definición que no la contiene. A pesar de la pertinente construcción de su discurso, la muestra de Núñez no es lugar donde leer una hoja de sala y reflexionar sobre ideas que rozan la pedantería. Las sucesivas instalaciones, más que observarse, se presencian. Como quien asiste a una ceremonia en la cual se espera la revelación de una serie de verdades de otro modo inescrutables, cuyos objetos rituales anteceden el final de la muestra: vasijas de cristal capaces de contener oleajes, bosques y cordilleras; que giran exhibiendo la naturaleza que han capturado, como ofrendas ante la aparente deidad que protagoniza Cielo errante.

Llega la última sala. Los ojos se clavan en la caída libre que es Inmersión y el cuerpo se tambalea, los pies luchando por permanecer anclados al suelo. El descenso por los tres entornos que conforman esta obra finaliza en un cruce de miradas con figuras antropomórficas de escala descomunal. Y romper el contacto visual para comprobar los alrededores significa caer en la cuenta de que una está siendo observada por cientos de pupilas que levitan en complejas formaciones. Esto, que percibido aisladamente provocaría el pudor y la paranoia que puede generar un panóptico, al comportar el final del relato de Núñez se transforma en extensión de la propia mirada. Mirada ahora enjambre de ojos biónicos, con la que alcanzar a ver más allá de las grietas por las que TEA se abre a un mundo donde sentirse de una escala inmensa; no por pensarse más grande que toda otredad, sino por saberse indiscernible de esta.