La final de anoche dejó mi cantina hecha un desastre. Vasos y platos por todos lados y yo limpiando como un loco, desde las cinco de la mañana, hora a la que se marchó el último cliente, hasta que salió el sol. Pobre madre mía que no para de rellenar garbanzas, no da abasto; tengo que buscar por China algún aparatejo que las rellene solo, que seguro que lo hay porque allí tienen de todo. 

Esta noche me espero otro lleno a reventar. Toca el turno de las comparsas y también se ha colgado el cartel de lleno absoluto. Una alegría para el colectivo que estará arropado por un recinto repleto de gente. Sin duda, es el concurso más espectacular; ya lo fue a finales de los setenta y principios de los ochenta, antes de que las murgas impusiesen su hegemonía. En días como hoy me acuerdo siempre de Manolo Monzón, Esteban Reyes o Ignacio Vázquez, culpables del nacimiento de una modalidad que nos ha hecho importantes, no solo en Tenerife, sino más allá de nuestras fronteras. Grandes comparseros que apostaban por la modalidad y se cabreaban cuándo les llegaba el run run de eliminar el concurso en escenario y dejar el de armonía y ritmo que, por cierto, con todo merecimiento lleva el nombre del padre de Rumberos. 

En el coste de los músicos radica la dificultad de que las comparsas solo puedan actuar en directo el día del concurso, muchas compartiendo tocadores. Igual deberían hacer un esfuerzo especial de aprendizaje de componentes tal y como se hacía en mi época en Tamanacos, no se, solo quizás. Ojalá no tengamos que escuchar nunca lo mismo que en esta atípica edición en la que, el domingo de carnaval, diremos todos: Batucada y se acabó.