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Gastronomía de Canarias: Las carajacas del tercer milenio

La explosión gastronómica de Canarias de la última

década es el detonante de una tradición culinaria de

siglos que hoy revienta ante el mundo sin complejos

Las carajacas del tercer milenio eldia.es

Al principio del tiempo el canario disponía de carne, de cabra, oveja y cochino que comía cocida, y de granos de centeno, de trigo y de millo que tostada, molía y luego amasaba en pellas con agua y sal, y otras veces con leche y miel, atesoradas en zurrones.

Los cereales los guardaba en silos de acantilado, descomunales despensas fortificadas que sellaban con herméticas argamasas tras depositar en ellas hojas de laurel a modo de insecticida.

Y del mar, lapas y burgados recolectados en el marisco, y también peces, unos a anzuelos, otros con trampas de juncos y también embarbascados, mareados en los charcos intoxicados con leche de tabaiba.

Y de fruta el mocán y el higo, algunas de cuyas semillas quedaron petrificadas en las caries de las momias por los siglos para revelar hoy cuál era su dieta, al igual que la exóstosis, el contemporáneo síndrome del surfista, diagnosticada de los restos óseos y que delata la lucha de los antiguos contra el mar para extraer el alimento.

El canario, que un día llegó al archipiélago con lo puesto, sus semillas y animales, fue así creando su propio conducto de lo que destilaba el paisaje, cada isla con su menú propio, pero con el mismo criterio infalible que le permitió sobrevivir con éxito durante siglos en un paisaje dominado por el aislamiento absoluto, la escasez de especies y los quiebros inherentes a una caprichosa geología.

Hasta que por el horizonte alongaron las velas de los navíos de los primeros europeos. A bordo de esos barcos no solo llegó nueva materia prima, sino que desbarató casi todo el conocimiento de los primeros pobladores para ser sustituido por un mixturado de saberes y recetas con influencias castellanas, extremeñas, andaluzas, pero también portuguesas, genovesas, francesas...

En el minuto uno las islas fueron transformadas para convertirse en productoras de carísimas golosinas, como el azúcar, utilizada en esos mismos estertores de la Edad Media europea en botica y para perfumar los platos de la nobleza y el alto clero. O el vino, cuya primera vid en Tenerife se espicha en 1497, cultivada por el luso Fernando de Castro, mientras que en Gran Canaria se hace célebre el viñedo plantado por primera vez en piso de picón por el belga Daniel Van Damme en la segunda mitad del siglo XVI, dando así nombre a la caldera de Bandama.

La explosión económica de los primeros años de Conquista gracias a la exportación del oro blanco perfilan una gran arquitectura colonial, y trae también obras de arte de valor incalculable para la época, como lo fue el tríptico de Las Nieves encargado al pintor Joos Van Cleve y ordenado a traer de Flandes a Agaete por el potentado matrimonio de Antonio Cerezo y doña Sancha Díaz de Zurita en el siglo XVI, no en balde su ingenio de azúcar era, en aquella altura del milenio, la NASA en un trapiche, lo más avanzado en ingeniería industrial que existía en el planeta, como señala el arqueólogo Valentín Barroso. Y en la mesa, la sofisticación se revelaba semejante, quizá lejos del tópico de encumbrar la recurrida sencillez del recetario canario como el no va a más del exquisito.

A las propias semillas de los cereales aclimatados en las islas durante siglos se incorporaban los productos del intenso trajín con África, especialmente con la costa de Berbería, Cabo Verde, Fernando Poo o Guinea, de donde hay quién considera que llegó el ñame; además de los propios que siguieron el rumbo de arribada desde el continente europeo; y los que alumbró el nuevo continente, como la papa o el tomate. Todos ellos luego cultivados en unas islas del Atlántico medio que resultan un jardín subtropical generador de sabores propios.

En suma, un gran puchero

«Servida la sopa de fideos finos hecha con caldo muy sustancioso, venía el tradicional puchero, nunca faltaba, compuesto de grandes trozos de carne de vaca y carnero, dos gallinas, chorizos y las interminables verduras de papas, batatas, coles, habichuelas y piñas tiernas, calabacinos, cebollas y peras. Después de esta suculenta entrada cubrían la mesa los guiseros con diversas composiciones, en las que casi nunca faltaban las albóndigas, el genovesado de revoltillos y patas de carnero, riñones en tomatada, lampreado de anguilas, guiso de pichones y alarozo estofado. Desalojados los principios, aparecían las viandas fuertes, ocupando el centro un jamón entre dos pavos asados y en cada extremo una hermosa bola de carne mechada y un cuarto de ternera rodeado de papas asadas en la salsa. Todo esto se trinchaba y se repartía en la misma mesa con artística inteligencia. Llegaban al fin los postres y en ellos lucía el compadre Malina su exquisito gusto, convirtiendo la mesa en un ameno jardín de dulces y frutas».

Este es el frugal entullo descrito por Domingo J. Navarro en su obra Memorias de un noventón sobre un ágape a caballo entre los siglos XVIII y XIX, rematado en sus postres de tarta de mazapán, dos bandejas con copas llenas de huevos moles, buñuelos y huevos hilados embebidos en almíbar.

Para los menos, mucho menos, pudientes, y en líneas muy generales, quedaba el gofio padre, que se come hasta en cucurucho, el queso, la leche, los cocidos de carne con calabaza y papa, o con jaramagos y berros, la sopaingenio –miel, especias, pan y bizcocho–, las papas sancochadas o arrugadas, el esporádico cabrito y los frutos de mar, como el cangrejo, burgado, erizo y lapa, amén del pescado fresco, tanto al fuego directo como en el sin par sancocho. De remate, pasteles de pólvora, sí, los polvorones. Enumerar combinaciones es como llegar al número ’n’ cuando este tiende a infinito. Y contextualizarlas está, hoy, en pleno proceso.

Yanet Acosta es escritora, doctora cum laude en Periodismo por la Complutense de Madrid, fundadora del máster de Periodismo Gastronómico de The Foodie Studies y promotora del proyecto Recetarios Canarios, un repositorio abierto en línea de recetas antiguas. Parte de la base de las recetas que encuentra en puntos como la Biblioteca de Santa Cruz de Tenerife o el Museo Canario de la capital grancanaria son de familias con posibles, en tanto tenían tiempo para detallarlas y escribirlas, pero que también las elaboraban en el tajo unas mujeres que luego llevaban ese conocimiento a sus casas más humildes «y por tanto van llegando a la cultura popular».

A partir de ahí se destilan complejas elaboraciones, «que en principio está en las bases de la cocina canaria que se va formando a finales del XIX y principios del XX, aunque aún está por ver. Ahí están los postres complejos, como el bienmesabe o los huevos moles», que a su vez son frutos de «una interacción, foco de mezclas de una Canarias que tiene esa capacidad de síntesis que se visibiliza en el puchero, que mientras en la península es denso, en las islas es refrescante, ligero, colorido, casi como un bodegón».

Igual ocurre en su complicado mecanismo la ejecución de un conejo en salmorejo, «que me parece un plato increíble, que hay que saber trabajar, o las carajacas, que no las hace todo el mundo», por ese mismo motivo: lo intrincado de su mecánica.

Todo este menú crece a golpe a veces de catástrofe. «Hasta 1706, cuando el puerto de Garachico», pueblo natal de Acosta, «sucumbió bajo la erupción del volcán, existía conexión directa con Portugal, con Italia, con la Europa continental, y esto se nota en el recetario, pero a partir de ese momento los ingleses se hacen más fuertes con el comercio del vino. Es ahí que aparece el queque, el cake inglés, pero también el pudin, que los hay hasta de papas, y otras muchas preparaciones que se han ido perdiendo porque son difíciles de hacer y las consumían unos pocos», como ocurrió con el gateau, el pastel francés.

Esta batidora de influencias alcanza su punto de suflé en el Puerto de La Luz y de Las Palmas cuando se convierte en base de las flotas pesqueras de países como Japón, la URSS o Corea del Sur a mediados del siglo XX, en vísperas del boom turístico. Ahí es cuando Toshihiko Sato, funda Fuji, el primer restaurante japonés de España, hace ahora 55 años, y un mes.

Lo principal de ese hecho no es solo su puesta en marcha, sino su continuidad, su éxito y su aceptación por una población isleña, que, como apunta Acosta, está ávida no solo de conocer nuevas propuestas, como la también ‘canaria’ gastronomía hindú o la coreana. «Recuerdo al primer coreano que fui en Gran Canaria, y aquello me abrió los ojos», asevera.

Trasiego de sabores

Esto no era más que otra continuidad a tiempos que ya venían de los cambulloneros, con un trasiego tal que por el puerto entraban todo tipo de alimentos y productos desconocidos un día sí y otro también, al punto que se hacía cotidiano ver en las calles de La Isleta botellas de champán francés, que cambiaban por el ron local, o de exquisito caviar ruso pasando de mano en mano.

«Y esto se nos olvida, que somos una población abierta siempre en contacto con otras culturas y me da un poco de enfado porque parece que a pesar de ello ofrecemos una visión de compasión, y no es así: somos una mezcla de culturas, como punto de partida, pero también como punto de llegada».

Con la irrupción del turismo se produce un proceso algo tenebroso, que tiene que ver mucho con lo que apunta la doctora, en un primer y quizá demasiado largo momento. Salvo honrosas excepciones, bares, restaurantes y establecimientos hoteleros, como fruto de ese complejo de inferioridad, relegan tanto los productos de la tierra como sus recetarios del cochafisco que se ofrece al extranjero que nos visita. Al primigenio choni se le recibe con cocina internacional salpimentada en su totalidad con productos también importados y la papa arrugada y el mojo picón pierden su identidad de plato para erigirse en exótico y primitivo souvenir.

El incauto que ve una primera papa arrugada llega a la síntesis de que trata de una pequeña bola de tubérculo sin pelar metida en un caldero con un viaje de sal. Pero su realidad es muy distinta. Porque elegir la variedad, el tamaño, la medida del agua y su proporción de cloruro sódico, y lograr el momento perfecto para que quede en su punto exacto es como retratar un agujero negro en Alfa Centauri.

A pesar de ello, encontrar entonces a un alemán probando una carajaca es un oxímoron, y todo ese bagaje gastronómico queda preso de los bares y restaurantes locales, de bochinches y guachinches y de las cocinas domésticas. Del queso isleño, hoy premiado en todo el mundo, nunca más se supo, suplantado por el bola amarillo holandés, y adláteres.

Vázquez Montalbán en 1987 en su libro El barco fantasma, cuya trama se desarrolla en Tenerife, pone en boca del detective Pepe Carvahlo a propósito de este elitista ostracismo: «un pueblo que no come su queso y no bebe su vino, no tiene identidad». Son tiempos en los que, en toda España, un cocinero aún no se denominaba chef, y se abogaba por vivir de los calderos como un remiendo a su falta de interés por los estudios de mayor alcurnia.

Tiempo de estrellas

En esa misma década de los 80 es cuando llega a Canarias la primera estrella Michelín, que se le otorga al restaurante Acuario de la capital grancanaria y que luce hasta 1986 con una carta basada en la alta cocina francesa. Y en 1983, La Cave –bodega en francés–, gana una segunda estrella en el sur de la isla redonda, que pierde en 1985. Pero será Orangerie, en el Palm Beach de San Bartolomé de Tirajana, el que se haga con una tercera en 1995, que ya contaba con un 30 por ciento de su oferta con pinceladas de cocina canaria. Pero esa inicial fuga no tuvo continuidad en el panorama regional.

«Era aún un oficio, no una profesión», aclara Vanesa Santana, coordinadora del área de Gastronomía del HUB Gastrofood de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. «Hasta que llega Ferran Adriá, con El Bulli». El catalán revoluciona el panorama en este país desde Los Pirineos a La Restinga a partir de sus tres estrellas Michelín y al colocar su restaurante como el mejor del mundo los años 2002, 2006, 2007, 2008 y 2009.

Junto con Alber Adrià, Ferran deconstruye la tortilla de papas, para escándalo nacional y pasmo general. El hito «pone cara humana a la gastronomía, endiosa a cocineros como personas importantes, y la gente empieza a estudiar la materia, tanto es así que hace ahora once años se crea la primera carrera universitaria en España de Ciencias de la Gastronomía, y a día de hoy ya son 14 universidades las que ofrecen estos grados».

A esto se suma la irrupción de internet, que «aporta un concepto diferente porque algo que era una novedad en Hong Kong te llega inmediatamente aquí, y esto revoluciona al sector creando impactos de consumo que se convierten en tendencia. Así aparece el pan bao o los ceviches, movimientos que provocan que quieras también aprender de esas técnicas».

Es así como amanece el siglo XXI abriendo las puertas del restaurante El Drago, de Tegueste, en el año 2000 con Carlos Gamonal, «que fue el primero que, siguiendo la inspiración de la nueva cocina vasca, la aplica al recetario canaria, dando origen junto con su hijo a una cocina de autor de identidad isleña, demostrando que otra cosa podría ser», apostilla Yanet Acosta. Luego llegó Jesús González, chef y propietario de El Duende, en Los Realejos, con su suma de papas con costillas o la royal de conejo en salmorejo presentado en un vaso, mientras en su obrador, Pedro Rodríguez Dios –nunca un segundo apellido estuvo mejor puesto–, maquinaba unos postres elaborados con productos de la tierra pero que parecían llegados de otra dimensión.

Al mismo tiempo se iban sucediendo las nuevas denominaciones de origen de las distintas áreas vitivinícolas, consolidando las fundadas en los años 90 y creando otras por todo el archipiélago, a las que se sumaban las D. O. de los quesos, un producto que se relanza en el fielato del milenio con las nuevas medidas sanitarias y de comercialización.

Es aún un meneo un tanto subterráneo pero que va aflorando con la convocatoria de certámenes, concursos y ferias, del que sale de las alacenas escondidas para su exhibición un colorista tesoro de productos y saber gastronómico que sorprende a propios y extraños.

Jóvenes talentosos

A esos primeros pioneros se va uniendo una segunda camada de profesionales durante la última década. La de isleños muy jóvenes, primero formados en las islas pero que luego dan el salto tanto a Europa como a América y visitan distintos países como residentes en restaurantes de enorme prestigio «y vuelvan a casa a montar sus proyectos gastronómicos», apunta Vanesa Santana.

Poner nombres en este estadio de la evolución es un imposible por dejar atrás a merecidísimos profesionales, pero aun así hay que citar al grancanario Abraham Ortega, con su restaurante Tabaiba y sus Garbanzos-huevo-cresta inspirados en su abuela, o los Hermanos Padrón en Tenerife, alquimistas de El Rincón, ahora en Costa Adeje, y de Poemas by Hermanos Padrón, en el hotel Santa Catalina de la capital grancanaria, y que cuentan con un as en la manga: la joven herreña Icíar Pérez.

Y suma y sigue con José Luis Espino y María González del Restaurante Bevir en la capital grancanaria; Casa Osmunda, que dirige José Carlos Fonte Viña, en La Palma, y así hasta completar un archipiélago donde hoy brilla una decena de estrellas Michelín de babor a estribor. Sin olvidar a la embajada culinaria que preside el chef tinerfeño Safe Cruz con su restaurante Gofio by Cícero, arquitecto del Petazeta de gofio, y «que pone en valor la cocina canaria en Madrid», con un consulado llamado Cuernocabra en el espacio gourmet de El Corte Inglés de Mesa y López.

Sentencia Santana, que «cuando te dan una estrella se considera que hay un punto a observar; dos, que hay un motivo para viajar; y tres que ya podrías montar un viaje solo para ir a ese sitio. Y ahora estamos en el foco de atención nacional e internacional por ese motivo, y porque tenemos una despensa tan desconocida como increíble, de modo que ya los vinos canarios están en las bodegas de los mejores restaurantes del mundo como ocurre con la carta del Mugaritz o El Celler de Can Roca.

Pero ojo. «Es todo una gran noticia, pero con un lado negativo», advierte el filólogo y antropólogo Josemi Martín, cuyo trabajo de fin de grado, que resume en Tamaimos, gira en torno a identidad y gastronomía. Martín señala que a medida que se evoluciona se va corriendo el peligro de que quede atrás el sabor más tradicional, «con el que todos nos identificamos, de forma que la ropavieja, el puchero o el sancocho va quedando restringidos a una gama de restauración más baja, una vez que la cocina creativa va tomando un nivel adquisitivo más alto, dejando los escalones intermedios poco cuidados porque tampoco se trata de que la tradicional sea sinónimo de superbarata».

Este distanciamiento puede crear «el extrañamiento» de la sociedad con su propio recetario, algo en que están de acuerdo las demás fuentes consultadas, e indica que los esfuerzos de la administración no deberían centrarse tanto en los productos de la tierra, «que está muy bien», para dar también espacio a la defensa del saber culinario. «Podemos tener unos ingredientes muy buenos, pero si no sabemos hacer el sancocho al final acabaremos haciendo solo croquetas».

Para rematar que las estrellas y los galardones, son solo un indicativo, como subraya tanto Santana como Acosta, en definitiva, la punta de un iceberg que muestra una nueva cocina canaria alegre, colorida, refrescante y de lo más divertida, en el fondo, como la música hecha en Canarias, una proyección en sabores de la idiosincracia del pueblo que la trajina.

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