Hace 66 millones de años, un meteorito de 12 kilómetros de diámetro impactó en la península mexicana del Yucatán. La inmensa colisión, que generó una explosión 10.000 veces superior a todo el arsenal nuclear que hoy existe en el mundo, provocó la extinción del 75% de la vida, tal vez la de los dinosaurios. Según un reciente estudio de la Universidad de Manchester y del Imperial College de Londres, nuestro planeta sufre el impacto de 17.000 meteoritos cada año, lo que hace pensar que es inevitable que, tarde o temprano, una devastadora bola de fuego como la del Yucatán vuelva a caer sobre nuestras cabezas.

El cineasta alemán Werner Herzog es consciente de ello, pero no parece tan alarmado por el catastrófico destino que nos aguarda como fascinado por esos “visitantes de mundos oscuros” y la inmensa huella, tanto geológica como antropológica, que nos han dejado a lo largo de la historia.

Así nos lo explica en el documental Fireball: Visitors from darker worlds, que se acaba de estrenar en Apple TV+, una aproximación científica, poética y espiritual al universo de los meteoritos (esos meteoroides que alcanzan la superficie de un planeta al no desintegrarse por completo en su ingreso en la atmósfera) que el autor de Cobra verde ha codirigido con su nuevo colega de correrías, el vulcanólogo inglés Clive Oppenheimer, al que ya pudimos ver en Encuentros en el fin del mundo (2007) y Dentro del volcán (2016).

Fireball es un documental sobre meteoritos, pero fundamentalmente es una película de alguien, como Herzog, enamorado de los meteoritos, a los que ve como emocionantes visitas del mundo exterior y no como simples escombros cósmicos. “A lo largo de la historia, los meteoritos han cautivado la imaginación humana. Los de mayor tamaño han modificado los paisajes de la Tierra, pero también han tenido un gran impacto en sus culturas y religiones”, relata Herzog, siempre la voz en off, en su conocido -y extrañamente relajante- inglés con marcado acento teutón. En este sentido, Fireball es un palpitante viaje por diferentes partes del planeta que, de un modo u otro, han quedado marcados por la caída de una gran bola de fuego en algún momento.

Testimonios excepcionales

En el alucinado diario de rodaje Conquista de lo inútil (Blackie Books, 2010), Herzog relata los dos años de preparación y filmación de Fitzcarraldo (1982), aquella historia de un loco visionario empeñado construir un teatro de la ópera en lo más profundo de la selva amazónica peruana.

El rodaje, sabido es, fue una experiencia en los límites de la cordura cuya culminación fue el traslado de un barco de vapor de 320 toneladas a una colina para hacerlo descender hasta las aguas de un río. Una desquiciada peripecia en la que Herzog llevaba al extremo su interés por lo descomunal, rasgo también aplicado a muchos de sus documentales científicos: las erupciones volcánicas, los hielos árticos, las cuevas prehistóricas, ahora los meteoritos del espacio.

El director alemán, sin embargo, nunca ha parecido atraído tanto por lo exótico o lo aventurero como por buscar lo extraordinario en lo ordinario. De ahí que sus viajes por el mundo sean viajes a través de entornos, situaciones y testimonios tan excepcionales, cuando no extravagantes, que podría pensarse que son una invención, una patraña. Pero no.

El trabajo viaja hacia lugares marcados por estos objetos celestes llegados a la tierra

En esta ocasión, Herzog, a través de Oppenheimer, nos lleva al desierto australiano para visitar el imponente cráter de Wolf Creek, un impacto de un kilómetro de diámetro que no se descubrió hasta 1947, cuando se pudo distinguir desde el aire; a Ensisheim, en Alsacia, donde cayó una bola de 127 kilos en 1492, el mismo día en que el emperador Maximiliano I de Habsburgo visitaba la ciudad, lo que el rey interpretó como una señal para invadirla; a Chicxulub, en el Yucatán, epicentro del impacto de aquella bola mortal caída hace 66 millones de años para desgracia de los dinosaurios; e incluso a La Meca, donde los peregrinos, como parte del ritual de circunvalación de la Kaaba, intentan besar la reliquia de la Piedra Negra, considerada por la tradición, y por Herzog, por supuesto, como un objeto caído del cielo.

Más allá de los alucinantes lugares, alguno de los mejores momentos del filme se deben, como de costumbre en el cine documental de Herzog, a los extraños personajes que relatan sus vínculos con los meteoritos. Por ejemplo, el músico de jazz noruego Jon Larsen, quien, instalado en la azotea de un estadio cubierto de Oslo, recoge, con un aparato magnético inventado por él mismo, fragmentos microscópicos de cristales de meteoritos. O el astrónomo jesuita Guy Consolmagno, encargado del observatorio del Vaticano en Castel Gandolfo, la residencia de verano del Papa, quien, a la pregunta de Openheimer sobre qué haría la Iglesia si la NASA anunciara que un objeto estelar iba a impactar sobre la Tierra, responde entre inquietantes risas: “Rezar. ¿Qué otra cosa se podría hacer?”.

La muerte y la vida

El filme, recorrido de principio a fin por una evocadora y paisajística banda sonora del cellista y compositor holandés Ernst Reijseger, vincula los meteoritos a la inexorable muerte, pero también a la vida y su origen. En una remota isla de Oceanía, un líder espiritual reconstruye un viejo rito ligado al paso de las estrellas fugaces en el cielo y al tránsito de los humanos desde este mundo a otro desconocido. La doctora Meenakshi Whadwa, de la Universidad Estatal de Arizona, sostiene que somos “polvo de estrellas”. Herzog interrumpe a la experta, en su primera y única aparición ante la cámara. “Yo no estoy hecho de polvo de estrellas, soy bávaro”, espeta, tan carismático, o más, que el formidable villano al que interpretó en la primera temporada de The Mandalorian.