El cuerpo de Rosalía Lombardo, que murió con apenas dos años, embalsamada como una santa, abriendo los ojos al atardecer, ya me advirtió de lo que era capaz una tierra como Sicilia. Fue de las primeras paradas que hice al llegar a Palermo. Las catacumbas de los Capuchinos y una arancina (una especie de croqueta de arroz y carne) comprada en el mercado de Capo. En un par de horas tomábamos un coche en dirección sur, hacia Agrigento. Tiempo suficiente para visitar la catedral y ver de lejos el Ucciardone, la mítica prisión del centro que había acogido a los líderes de la mafia que mataron a Falcone y Borsellino.

Sicilia es un territorio ancestral. Atravesarla tras conocer su historia reciente es una prueba que el viajero debe superar. Los 150 kilómetros que separan ambas ciudades se recorren en casi tres horas. Autovías cortadas, obras de mantenimiento que se pierden en el tiempo y desvíos azarosos retrasaron nuestra llegada a uno de los lugares más antiguos de Europa. Pero habíamos sido avisados. Cuando uno entra en Sicilia necesita solamente paciencia y un estómago generoso.

Agrigento es una ciudad mediana, a pocos kilómetros del mar. El nombre de Pirandello resuena con fuerza en los carteles de publicidad. Sus templos ya relucían por las mañanas cuando Roma miró hacia Sicilia. Fue una colonia griega llamada Akragas, tan potente que acuñó su propia moneda y erigió templos tan altos que podían rivalizar con Atenas y Corinto en sus mejores años. Si uno camina con precaución por las colinas que rodean la ciudad, antes de llegar al mar, es probable que encuentre semienterrada una de esas monedas de oro que tan célebre hicieron a la ciudad. Es el argumento de una novela corta de Camilleri, La moneda de Akragras. Fuera de sus páginas, algunos viajeros hallaron oro en sus cuevas sin necesidad de leer el libro. A mí me tocó conformarme con el papel.

Porque Sicilia es un capricho griego. Una isla a la que emigraron miles de colonos griegos, asfixiados por las guerras entre polis y la dureza de la tierra. Descubrieron allí un suelo fértil. Un terreno espacioso salpicado de riscos, campos suaves donde plantar cereal y abundante pesca. El Valle de los Templos es la culminación de aquella Grecia secuestrada en Italia. No encontrarán templos mejor conservados que en aquel promontorio al sur de Agrigento. Son siete edificaciones que resisten al implacable sol de todos los veranos. Crecen entre olivos y piedras, de un color de arena que confunde al visitante con fósiles de animales prehistóricos. Pero hay mucha armonía en sus figuras. El estilo dórico del Templo de la Concordia, el de mejor estado, es una invitación a cerrar los ojos y escuchar el rumor de la lengua griega, el mercadeo de las especias y la llegada de los trirremes al puerto vecino. La Concordia fue una divinidad muy venerada en el mundo clásico, pero no deja de resultar paradójico que una ciudad como fue la Akragas griega, asediada constantemente por cartagineses, romanos (aquellos templos habían visto dos guerras púnicas) y demás griegos primos-hermanos, conserve hoy como mayor reclamo el templo dedicado a su nombre.

Al Valle de los Templos hay que ir al atardecer, cuando el sol ya ha bajado lo suficiente. Descendiendo la colina los turistas abandonan un lugar en el que el mármol se va quedando solo y en silencio, como más luce. El acrópolis de la ciudad antigua no se conserva tan bien como los templos. En este caso, los dioses han sido más ciertos que los gobernantes. El emplazamiento se ha vaciado tanto que escuchamos por primera vez los pájaros entre las columnas y las metopas, desmoronadas por el suelo. Hubiese sido un gran momento para encontrar una moneda dorada.

Unos kilómetros al sur se encuentra Porto’Empedocle. Su visita es innecesaria porque el viajero encontrará más belleza en las novelas de Camilleri sobre el policía Montalbano que en sus calles. Él la llama Vigata. Pasamos de largo y nos dirigimos hacia Scala dei Turchi, un acantilado blanco de marga y cal. Un milagro de la geología donde la gente va a bañarse, a hacer nudismo y a dar rienda suelta a su amor. Sicilia es una región muy apasionada y para comprobarlo basta ver un anochecer con la espalda apoyada en los precipicios blancos de aquella playa. Las parejas se besan como si no hubiesen paparazzis alrededor. Se meten en un agua azul intenso y cuando salen ya ha oscurecido tanto que es imposible distinguir sus cuerpos.

Es el momento de volver a la ciudad. Agrigento también es barroca y española. Sus calles son perfectamente confundibles con Córdoba o Sevilla. Tres siglos de dominación española han dejado un carácter inconfundible en sus mercados e iglesias, en el acento de sus gentes, tan distinto al italiano que parece un español dislocado. Buscamos un restaurante cerca de la iglesia de San Domenico. El calor, por fin, retrocede. Nos sirven un buen vino de la tierra. La cocina siciliana es otro motivo más para no irse nunca de allí. No me había dado cuenta, pero aquel plato de pasta con erizos era la moneda dorada de Akragas. Camilleri no se lo había inventado.