Escribiendo estoy desde los suburbios de Chicago, donde miro el frío a través del cristal. La ventana de mi apartamento es luminosa y da al río. El paisaje y la temperatura exterior me indican que estoy lejos, aunque para los que estudiamos en la Universidad de La Laguna (ULL) y pasamos diariamente por el puente de Anchieta esta sensación es como mínimo reconocible. En mi trabajo como profesor de matemáticas en un instituto público de Chicago atravieso diariamente también un puente, al encuentro de una diversidad de alumnado como nunca antes habría imaginado. De hecho nunca pensé, cuando veía en las noticias la caravana de emigrantes que atravesaba Honduras, Guatemala y México en busca de una vida mejor en Estados Unidos, que los iba a tener en mi aula ávidos de aprender Geometría. En este centro formo parte de un departamento en el que aprendo cada día nue-vas formas de enseñar nuestra disciplina. Todo esto, además de un reto, es también una oportunidad de crecimiento personal y profesional que se debe a una sucesión de ventanas que se han abierto ante mí, fruto de una primera que se abrió a finales de los años 80 en la Facultad de Matemáticas de la ULL y que se materializó en un trozo de papel mal arrancado de una libreta. Corría el año 1988 y un profesor extraordinario, José Méndez, nos propone encontrar una función continua y no derivable en todos sus puntos, a lo que mi imberbe intuición responde con una especie de línea en zigzag a altura 1 en los racionales y altura 0.9999... (periódico) en los irracionales. Mi distinguido profesor tardó unos segundos en echarla abajo, pero mi obstinación me llevó al pasillo, después de la clase, a rebatirle su respuesta. Él me contestó cortésmente, como siempre, con la demostración matemática de que 1=0.9999..., lo que despejaba cualquier duda sobre el asunto. Ese trozo de papel con una sencilla e impecable demostración me produjo tal fascinación que me hizo atravesar una ventana a un nuevo y maravilloso mundo, el de las Matemáticas y su lenguaje universal. Quién iba a pensar en ese instante que ese hecho me traería a Chicago treinta años después. Muchas ventanas se han abierto desde entonces y muchas amistades fraguadas en la ULL se mantienen cerca a pesar de los años. Esto me lleva a una segunda oportunidad que me brin-dó nuestra Facultad, e hizo que me sentara con mi compañero y amigo Andrés Palenzuela en el alféizar de una nueva ventana desde la que observamos el inicio de la tecnología tal y como la conocemos hoy. En concreto, la programación en Fortran 77 (con los Intel386 de la sala de computación del edificio calabaza) me fascinó y me ha permitido adaptarme con cierta facilidad a todos los cambios que se han producido desde entonces. Actualmente, es tan potente el uso de la tecnología y tan universal el lenguaje matemático que permiten a mi alumnado español, pero también húngaro y ahora americano, uti-lizar programas como GeoGebra (software libre) para expresarse matemáticamente y grabar vídeo explicaciones que considero, en muchos casos, mejor herramien-ta de evaluación que un simple examen. También en la ULL, a principios de los noventa, una palabra vino a mí para quedarse, Didác-tica, que conjuntamente con el descubrimiento de la Sociedad Canaria de Profesores de Matemáticas Isaac Newton, a través del genial e infatigable Luis Balbuena, me ha permitido atravesar una serie de ventanas en una especie de fachada infinita en la que me mantengo.En definitiva, el estado natural de constante investigación dentro del maravilloso mundo de las técnicas y métodos de enseñan-za de la matemática me ha traído aquí, al otro lado del Atlántico, pero también a otros muchos lugares donde uno toma perspectiva mientras mira el frío a través de la ventana.