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La arquitectura del viento | Historias de aquel viejo lugar

Molinos que el tiempo se llevó

Desde el siglo XVII se multiplicaron, convertidos en referencia en la zona de Los Llanos, y con la proliferación de tahonas, en motor de una alimentación basada en harina y gofio

En primer término, la ermita de Regla; al fondo, la torre de La Concepción y en la parte superior derecha, molinos en Los Llanos, en la segunda mitad del siglo XIX. | | E.D.

El interés por el estado de los viejos molinos de viento, testigos del patrimonio industrial y elementos sustanciales de nuestra historia agroalimentaria, no es una cosa de ahora. Ya en su momento, Elías Serra Rafols, catedrático de Historia de España en la Universidad de La Laguna (ULL) y prolífico investigador, publicaba en la revista Estudios Canarios (1958-1959) una conferencia pronunciada el 20 de mayo de 1959 en la biblioteca de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife, bajo el título Los molinos de viento, donde decía: «En 1505 pasaba ante el escribano Sebastián Páez un cierto Alonso Astorga, vecino, y Álvaro Fernández, carpintero, también vecino, por el cual se obligaba a este último a hacer para el primero dos ruedas grandes e un carrete para el molino de viento que el dicho Alonso de Astorga e mandare que lo faga… e mas todas las obras necesarias para dicho molino, pertenecientes a su oficio de carpintería, fasta que este moliente y corriente». Este documento fecha la construcción de molinos en la Isla a comienzos del siglo XVI. Es más, el 3 de junio de 1575, se constata que Esteban Alonso, carpintero vecino de Garachico, «siendo informado de la falta de moliendas de pan, se ofrece para construir dos molinos de viento. Comprometiéndose, además, en construir más, si estos dos últimos resultaran insuficientes», describe Serra Rafols.

El insigne profesor se refería en 1964 a las por entonces ruinosas construcciones, afirmando que «si aquí hubiese una sombra de organización turística (…) esos pobres molinos de viento que aún se mantienen en pie serían cuidadosamente reparados, sus aspas dotadas de las telas que un tiempo hicieron de ellos blancas y gigantescas flores, y así, repuestos sus mecanismos, un encargado los haría girar al viento del futuro».

El modelo castellano

Durante los siglos XVI y XVII, en Canarias se introdujo, principalmente, el molino de viento harinero tipo torre, importado de Castilla, de planta circular y con muros de mampostería concertada, compuesta por piedras del lugar y con juntas de unión, unas veces de barro y otras de mortero de cal. Se dispone en tres plantas de altura, mientras la maquinaria de trituración o molturación se situaba en la tercera planta y bajo una cubierta cónica de madera, que albergaba un rotor compuesto por cuatro aspas ancladas a un eje horizontal ligeramente inclinado.

El progresivo incremento de la población, así como también las continuas transformaciones que fueron implantando los colonizadores, condujeron a la aplicación de nuevos sistemas de producción capaces de generar productos de primera necesidad, tales como la harina y el gofio, razón por la que se aumentó el tamaño de los aparatos de trituración de los cereales. En un principio se utilizaba la fuerza animal y la de las personas, los llamados molinos de sangre, para, posteriormente, establecer nuevos sistemas accionados por las fuerzas de la naturaleza, caso del agua y el viento. Así fue como aparecieron y crecieron los molinos por la geografía isleña.

En su Historia de Santa Cruz, Alejandro Cioranescu describe que los molinos de viento se multiplicaron desde el siglo XVII en la parte baja del lugar, presencia que favoreció la proliferación de las tahonas o panaderías, convertidas en referencia. De ahí nombres característicos de calles como El Humo o de Los Molinos, y otros ya desaparecidos, como los de La Tahona, Las Panaderas o El Molino Quebrado. «La industria de la alimentación estaba representada antiguamente por los molinos de viento o de agua», destaca el historiador. Aquellos aparatos se situaban en el borde derecho del barranco de Santos, cerca de donde hoy se encuentra la actual Recova, y algunos junto al castillo de San Juan.

El Museo Municipal de Santa Cruz conserva y custodia una serie de planos antiguos de la ciudad, rescatados por el profesor Rumeu de Armas. En uno de ellos, trazado por Juan M. de Foronda y Cubillo, se localizan cinco, situados en las proximidades del actual colegio de La Salle, en la prolongación de Galcerán; también en el costado izquierdo, subiendo la calle de San Sebastián, aproximadamente a la altura de la ermita; uno en la margen izquierda de la calle de Pescadores, hoy avenida de Buenos Aires; otro, a unos 150 metros de esta misma vía y, finalmente, el instalado a 50 metros de la batería de San Carlos, en suelo de la actual refinería de Cepsa.

La máquina de vapor

«Los talleres y las fábricas aparecieron con las nueves fuentes de energía», subraya Cioranescu, quien destaca que «la primera máquina de vapor traída a Canarias vino a Santa Cruz de Tenerife en 1853», montada por el maquinista francés Delofree, que se ensayó por primera vez el 25 de julio de quel año y serviría después para una serrería y algunas moliendas.

Con todo, los cambios tecnológicos y la creciente especulación urbanística fueron acabando lentamente con aquellos viejos gigantes, que primero iban a ser sustituidos por las molinas o molinetas de madera y, más tarde, sucumbieron a la modernidad de los combustibles como el gas, el gas-oil y la energía eléctrica. De esta manera fueron desapareciendo del paisaje y hasta de la memoria: un panorama desolador.

Tal y como describió el periodista y fundador del diario La Prensa, Leoncio Rodríguez, «bien merecen que se les dedique un recuerdo como a tantas otras cosas gratas y amables de la tierra que se han ido y no volverán». En un grabado de La Laguna, realizado por Goupil hacia 1840, aparecen en todo su esplendor «aquellos once gigantes de piedra, enhiestos y alineados como centuriones a lo largo del Llano», relató Leoncio Rodríguez en una de sus singulares Estampas tinerfeñas.

Nuevos recursos energéticos

En el siglo XX comienzan a instalarse molinos de gofio accionados con motores de combustión interna, de explosión y compresión diesel. Las primeras licencias se concedieron, en 1911, a Manuel Franchi y Felipe Rodríguez, en el barrio de El Toscal; en 1929, a Enrique Trujillo Santos, en las Cuatro Torres; en 1938 a José Fumero de la Rosa, en la Rambla de Pulido, número 10, éste último accionado por motor eléctrico, señala José Manuel Ledesma, cronista de la ciudad, quien también refiere cómo en 1950 ya existían en el municipio de Santa Cruz de Tenerife dieciséis molinos que elaboraban gofio artesanalmente, de los cuales, en 1980 quedaban cuatro y, en la actualidad, sólo uno: el molino de gofio de La Salud.

El periodista Gilberto Alemán, en su libro Molinos de viento, relata cómo, a mediados del siglo XIX, se levantaba en la hoy calle de Los Molinos de la capital tinerfeña, uno que era propiedad de Domingo Sala, quien tuvo tres hijos y una hija. Los varones continuaron con el oficio y construyeron más. En el caso de Pedro lo hizo en La Cuesta, y Nicolás en Barranco Grande. Se asegura que fue construido en 1898 junto al barranco de Los Frías. En 1973 hubo un intento de echarlo abajo y a la muerte del molinero, la viuda se lo vendió a Francisco Martín González. Por su parte, Ángel levantó el suyo en 1901, en el lugar conocido como Cuevas Blancas, que dejó de funcionar en 1925. Lo heredó su hijo Arturo, quien lo reparó y lo puso en actividad nuevamente en la década de los cuarenta del pasado siglo. Tras su fallecimiento, en 1961, la propiedad pasó a manos de Arturo y Amable Salas, que procedieron a restaurarlo en 1974.

Los Llanos y esos benditos alisios

En una conferencia impartida en el Teatro Guimerá el 10 de diciembre de 2015, por la conmemoración del centenario del club de fútbol Real Unión de Tenerife, el recordado Luis Cola, quien fuera cronista de la ciudad, se refería a Los Llanos, «llamados de Regla, de Las Cruces o de Los Molinos», pues por todos estos nombres han sido conocidos. «De Regla, por la ermita construida como oratorio de la guarnición del castillo de San Juan Bautista; de Las Cruces, por las de madera que orillaban el camino a modo de Vía Crucis, y de Los Molinos, por los de viento al que era propicia la zona». Y señalaba, además, cómo «en aquellos llanos se levantaron los primeros molinos de viento del pueblo, que dieron nombre que aún perdura a una de sus calles y que evitaron tener que llevar a moler el grano a La Laguna, como se hacía en los primeros tiempos, aunque es de suponer que a nivel doméstico se seguiría utilizando el molino de mano de los guanches. Y todo ello, debido a los benditos vientos alisios». En su disertación, Luis Cola subraya que «cuando comenzó la transformación urbanística de la zona a base de destruir la totalidad del barrio, al mismo tiempo se borraba y desaparecía parte de la historia de Santa Cruz». Alejandro Cioranescu, en su obra Historia de Santa Cruz, menciona la calle Molino, «que se daba a una de Los Llanos que corre de norte a sur, donde terminan las de Añazo y de la Villa», fechada en 1871, así como a la de Los Molinos «en el barrio de San Sebastián, alineada en 1870» Hasta en el año 1932 surgió un equipo de fútbol infantil llamado Molino FC.

Una alternativa limpia


Los tradicionales molinos de viento harineros son elementos de la arquitectura tradicional que el imaginario popular instala en el pasado, en una época preindustrial, ligada a la precariedad y a la hambruna. De ahí que cuando fueron desapareciendo, a medida que lo hacían los modos de vida a los que estaban ligados, se convirtieron socialmente en elementos inútiles. La falta de estudios y de inventario, además de la fragilidad relacionada con el envejecimiento de los materiales empleados para su construcción, los hacen especialmente vulnerables al abandono y el desinterés social. 

Como alternativa a las estrategias que plantean la conservación de estas construcciones, el arquitecto Víctor Manuel Cabrera García propone recuperar el funcionamiento de estos tradicionales molinos de viento dotándolos de un nuevo uso, es decir, implantándoles una tecnología específica que les permita producir energía eléctrica mediante el acoplamiento de un generador de baja potencia, permitiendo así utilizarlos en lugares donde no exista red general o bien como complemento a la existente. La energía eléctrica obtenida podría utilizarse para dar servicio a las instalaciones complementarias vinculadas a los molinos, así como también para ofrecer un flujo al alumbrado público, tanto para la red viaria como a parques, jardines y plazas urbanas. 

Esta propuesta posibilita dar alternativas a la inoperatividad actual de los diversos tipos de molinos de viento tradicionales, asignándoles un nuevo uso que es perfectamente compatible con estas construcciones de la arquitectura popular canaria. La iniciativa posibilitaría recuperar lo que aún no se ha perdido de estas construcciones, elementos del patrimonio industrial tradicional canario, compatible con las necesidades sociales actuales y el interés creciente por la obtención de energía eléctrica a través de las energías limpias y renovables. 

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